El futbol, un negocio planetario sin fronteras

La Copa Mundial de Qatar:

  • Símbolo de la globalización
  • Espejo de la convivencia de dos modelos económicos y culturales que parecen estar en confrontación

El futbol es un símbolo de la globalización y la Copa Mundial de Qatar sintetiza todos los valores del mundo globalizado en los ámbitos de la tecnología, la economía y la cultura, dice el doctor Hugo Sánchez Gudiño.El futbol, un negocio planetario sin fronteras

Es un símbolo claro —agrega el comunicólogo de la UNAM— ya que combina la prosperidad económica, las tecnologías más avanzadas en estadios y hoteles, y la organización de un Mundial de Futbol en un país islámico cuyos valores chocan con los del mundo que no es musulmán.

Es un espejo de la convivencia de dos modelos económicos y culturales que a nivel mundial parecen estar en confrontación: el del mundo globalizado y el del mundo islámico, el de la llamada Guerra Santa, precisa Sánchez Gudiño.

En Qatar convivirán esas dos visiones y el Mundial no sólo será un espacio de convivencia deportiva, sino también un lugar de diálogo donde múltiples culturas podrán expresar sus valores, su ética y su filosofía de la vida.

El profesor e investigador de la FES Aragón y de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales agrega que, en un mes y de manera civilizada, tendrán que coexistir valores muy distantes: los de Occidente con los de ese país árabe, que ha emitido un manual de comportamiento, el cual incluye desde el atavío qatarí hasta la restricción del consumo de alcohol (no se permitirán bebidas alcohólicas dentro de los estadios).

Qatar tiene que ser flexible en este rubro para que el evento deportivo no pierda lo que para algunos es su razón de ser: el marketing. Los principales patrocinadores del futbol profesional son compañías que producen bebidas alcohólicas.

El futbol, un negocio planetario sin fronterasMás de la mitad de la población verá el Mundial

El futbol profesional y la Copa Mundial de Futbol, además de ser un híbrido cultural, social, económico, político y obviamente deportivo, son una gran industria, un negocio planetario sin fronteras.

“A pesar de ser un juego tan antiguo —agrega el comunicólogo de la UNAM—, el futbol se incorpora fácilmente a muchas plataformas: prensa, radio, televisión, internet, videojuegos, entre otras”.

El Mundial de Qatar será visto por millones de personas a partir del 20 de noviembre. Se calcula que la mitad de la población mundial lo verá por los múltiples y diversos medios que trasmitirán los partidos.

Las redes sociodigitales y las plataformas que permiten interactuar, contribuirán a que ahora sea más visto que antaño. Antes sólo se veían los partidos. Ahora el aficionado puede interactuar con los jugadores, ver de cerca una jugada e incluso sentirse dentro del estadio.

Como las plataformas interactivas tienen un costo, el Mundial de Qatar va a ser uno de los que tengan “una mayor privatización” en la historia de estos eventos.

Antes la gente podía ver los juegos (no todos) gratuitamente por televisión abierta. Hoy las plataformas interactivas (que cobran una mensualidad), ofrecen una interacción distinta a sus potenciales usuarios (cámara lenta, cámaras cerca de jugadas o de jugadores, repeticiones), muy parecida a la de ciertos videojuegos (un videojugador casi logra estar dentro de la pantalla).

La guerra y el futbol, distractores

Como vivimos en la civilización del espectáculo, todo es espectacular, dice el comunicólogo universitario. Hasta la guerra es un show. Por el gran despliegue mediático, ante una guerra como la de Rusia-Ucrania, por momentos la gente pierde de vista la dimensión del conflicto bélico y éste se convierte en un gran espectáculo.

Las guerras, la Copa Mundial de Futbol, los videojuegos y las redes sociales son unos de los miles de distractores que tenemos y que “forman parte de la industria del entretenimiento orientada a la gran masa, que harta de trabajar de sol a sol, busca desesperadamente con qué entretenerse. Y qué mejor que un deporte como el futbol”, subraya Sánchez Gudiño.

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Piezas breves de un misterio redondo

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Nota original de: Revista Universidad Nacional
https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/586e3b7d-d675-4f7d-8bf5-18d967911998/piezas-breves-de-un-misterio-redondo
Autor: Enric González
Fecha de publicación de la nota original: Noviembre de 2022
[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]Hasta donde alcanzo a recordar, solo existen dos grandes fenómenos sociales que no surgieron de algún avance tecnológico: la religión y el fútbol. No voy a compararlos, aunque haya quien lo hizo: Manuel Vázquez Montalbán, por ejemplo, en Fútbol, una religión en busca de un dios (2005). Y no fue el único. Me limito a constatar que ambos fenómenos satisfacen a distintos niveles —o al menos satisficieron— determinadas necesidades humanas.

​ En el caso del fútbol, cuya forma actual (hubo muchas anteriores) se definió a mediados del siglo XIX en las universidades británicas y arraigó con extraordinaria rapidez en los barrios populares de medio mundo (en el resto tardó un poco más), millones de personas trasplantadas del ambiente rural al urbano, sometidas a la alienación de la industria y la vida moderna, encontraron en torno a una cancha un sentido de pertenencia y un cierto tipo de fe.

Castelmola, Italia, 2018. Fotografía de Rémi Jacquaint. Unsplash

Ya desde el inicio, el fútbol fue más que un juego de balón. Era un juego y un torbellino de circunstancias. Fueron las circunstancias, el impacto del asunto en las personas y las sociedades, las que empezaron a atraer a los escritores. Uno de los relatos fundacionales de la literatura futbolística, “Juan Polti, half-back”, publicado por Horacio Quiroga en 1928, recogía la historia de Abdón Porte, el mítico “half-back” del Nacional de Montevideo que el 5 de marzo de 1918 se quitó la vida en la cancha del estadio Gran Parque Central. Porte había perdido facultades y ya no servía ni al equipo ni a los aficionados. Prefirió morir. Con ese suicidio nació la idea del futbolista como héroe (trágico en el caso de Porte) de nuestro tiempo:

Nacional, aunque en polvo convertido

y en polvo siempre amante

no olvidaré un instante

lo mucho que te he querido.

​ Los versos con que Abdón Porte se despidió de la vida no son alta literatura. Pero los suscribirían, entonces y hoy, millones de aficionados.

​ Resulta lógico que un material tan potente, una querencia tan profunda (y racionalmente inexplicable) a las banderas y colores que identificaban a cada tribu futbolística, produjera literatura. Uno de los primeros esfuerzos literarios por explicar el impacto del fútbol en la sociedad y en el arte fue tal vez el del uruguayo Eduardo Galeano con Su Majestad el fútbol (1968). Este libro vino a marcar el momento en que numerosos intelectuales de izquierda, en Europa y América Latina, dejaron de ver el juego como algo sospechoso, como un nuevo “opio del pueblo”, y se entregaron a celebrarlo con la máxima fruición.

​ Fue en esa época cuando Manuel Vázquez Montalbán, que durante un encarcelamiento por el franquismo había escrito el influyente ensayo “Informe sobre la información” (1975) y era ya uno de los intelectuales más destacados en la oposición clandestina, publicó varios artículos sobre el Fútbol Club Barcelona y, mediante recursos más literarios que históricos, hizo de él un símbolo de resistencia contra la dictadura.

​ Vázquez Montalbán definió en su momento al Barça como “el ejército desarmado de Cataluña” (recuérdese que el fútbol ha sido definido en ocasiones como una “ritualización de la guerra”) y le atribuyó una cierta trascendencia política que los dirigentes barcelonistas asumieron encantados: crearon el lema “Més que un club” (“más que un club”). Las instituciones futbolísticas, como las naciones, tienden a construir su identidad con gestas del pasado. No necesariamente ciertas, más bien lo contrario, pero útiles.

​ Permítanme un inciso, porque el fútbol explica muchas cosas con la mayor sinceridad cuando intenta explicarse a sí mismo. Eso le ocurrió a Gianni Brera (1919-1992), el mejor cronista deportivo italiano de su generación. En 1972 Brera decidió escribir un breve manual “de intención didáctica, destinado a los chicos que quieren emprender la carrera futbolística”. Lo tituló Il mestiere del calciatore (“El oficio del futbolista”) y aspiraba a narrar la historia de ese deporte en Italia y aclarar unos cuantos conceptos elementales de técnica y táctica. Acabó demostrando que el fútbol italiano era como era (defensivo, sufrido, oportunista) porque no podía ser de otra forma, dado que el país había permanecido durante siglos en manos de potencias extranjeras y eso había inculcado en los nativos un determinado carácter y una determinada manera de hacer las cosas en el fútbol y en la vida.

​ Volvamos al polígrafo Vázquez Montalbán. Después de 1977, caída la dictadura y en camino hacia la democracia, Vázquez Montalbán y Javier Marías, que habría de convertirse en el escritor español más prestigioso de su tiempo, formaron un curioso dúo en las páginas de El País. Antes de cada “clásico”, como se conoce al partido que enfrenta al Real Madrid y al Barcelona (o viceversa), firmaban sendos artículos futbolísticos de altísima calidad literaria.

​ A los escritores aficionados a este deporte ya no les producía ningún reparo confesar sus pasiones. Escribían sobre el fútbol, pero su atención estaba puesta en el club al que eran fieles. Fue el caso, un poco más tarde, del ensayista y periodista italiano Beppe Severgnini, autor de varios libros deliciosamente autoirónicos sobre el Inter de Milán. El propio Javier Marías dio una explicación: “El fútbol es la recuperación semanal de la infancia”, es decir, de la raíz de todas las literaturas.

​ Acaso quien hurgó más hondo en las vísceras del fenómeno futbolístico como locura y recuperación de la infancia fue el argentino Roberto Fontanarrosa, autor de un cuento fundamental, “19 de diciembre de 1971”, también conocido como “El viejo Casale”, incluido en su libro Nada del otro mundo y otros cuentos (1988). Con el lenguaje de la grada, la furia del fanático (en su caso, de Rosario Central) y la brutal inocencia de un niño, Fontanarrosa creó una obra cumbre, desprovista en apariencia de cualquier ropaje intelectual, pero con una técnica literaria exquisita. Su cuento ha contribuido a que, más de cincuenta años después, cada 19 de diciembre cientos de aficionados, mayormente de Central, aunque también de fes distintas, celebren en todo el mundo el gol que Aldo Pedro Poy marcó en esa fecha a los rivales de Newell’s.1

​ En 1993, un gran escritor británico, Nick Hornby, publicó un ensayo autobiográfico (en realidad, una novela) sobre su devoción por el Arsenal londinense. Lo tituló Fiebre en las gradas y es tan salvaje y divertido como el cuento de Fontanarrosa. Se trata de uno de los libros más populares y vendidos de Hornby, quien, sin embargo, prefiere no hablar demasiado sobre él. No porque reniegue de Fiebre en las gradas, sino porque cuando uno relata sin límites su locura personal con el fútbol, acaba revelando cosas que habría preferido mantener en la intimidad.

​ Osvaldo Soriano, otro argentino fanático del fútbol (San Lorenzo de Almagro) y con un oído exquisito para el lenguaje popular, dejó a su vez en la memoria colectiva la fascinante Copa del Mundo de 1942. Que nunca existió, por supuesto. El torneo que, según Soriano, se celebró en la Patagonia en plena guerra mundial (el asunto se narra en el cuento “El hijo de Butch Cassidy”, una de las piezas del libro Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos de fútbol, publicado en 1998) ha sido objeto de artículos y documentales que aportan nuevos datos y supuestas evidencias: la fábula resulta demasiado hermosa como para no seguir con ella.

Fanáticos argentinos celebran el pase a semifinales de Argentina durante el Mundial de Brasil 2014. Fotografía de ©Mario Domínguez. Cortesía del artista

El mexicano Juan Villoro, un grande de las letras, es una firma recurrente cuando se trata de fútbol. Ahí están las recopilaciones de artículos y crónicas, como Dios es redondo, de 2006 (de nuevo nos adentramos en terreno religioso) y Balón dividido (2014), o las cartas cruzadas con su amigo Martín Caparrós (Ida y vuelta: una correspondencia sobre fútbol, de 2014).

​ Hasta ahora hemos visto que la aproximación literaria al fútbol tiende a plasmarse en crónicas, artículos, cuentos y, en general, en piezas breves. El propio Villoro ofrece una explicación:

El fútbol no necesita tramas paralelas y deja poco espacio a la inventiva del autor. Esta es una de las razones por las que hay mejores cuentos que novelas de futbol. Como el balompié llega ya narrado, sus misterios inéditos suelen ser breves. El novelista que no se conforma con ser un espejo, prefiere mirar en otras direcciones. En cambio, el cronista (interesado en volver a contar lo ya sucedido) encuentra ahí inagotable estímulo.

​ Villoro, como de costumbre, tiene razón. Este deporte funciona bien como ingrediente en algunas novelas (el personaje del joven futbolista en Saber perder [2014], de David Trueba, o el homicidio de un jugador estelar en El delantero centro fue asesinado al atardecer [1988], de Manuel Vázquez Montalbán, constituyen dos entre muchos ejemplos), pero hay algo insatisfactorio cuando el fútbol y su entorno conforman el centro de la acción. Inspirándose en un viejo clásico del suspense, El misterio del estadio del Arsenal (1939), el escocés Philip Kerr, uno de los grandes de la novela negra, quiso mezclar fútbol y thriller en una serie basada en un técnico de la Premier League, Scott Manson. Fueron tres novelas de talla menor.

​ Podríamos, sin embargo, matizar algunos detalles de la explicación de Villoro. El fútbol narrado, el que se escuchaba por radio antes de que la televisión se convirtiera en un electrodoméstico común, dejaba innumerables misterios, no breves, sino eternos: los que se abrían en la imaginación del oyente. Pocos vieron jugar al brasileño Manuel Francisco dos Santos, más conocido como Mané Garrincha, pero muchos oyeron de él o leyeron lo que contaba la prensa. Las historias y leyendas sobre el imparable extremo cojo, con una pierna más corta que otra, componen por sí mismas un subgénero híbrido entre la ficción y la memoria colectiva.

Portadas de libros sobre futbolPortadas de libros sobre futbol

Y qué decir de Tomás Carlovich, “Trinche”, la divinidad más misteriosa del fútbol. Rosarino, perezoso, incapaz de ver el juego como una profesión, a la vez simple y reflexivo, fue siempre “el genio secreto”, el que no quiso alinearse en ningún equipo grande porque prefería quedarse en la cama, ir a pescar o juntar a unos cuantos amigos y deslizarse entre ellos con el balón en algún potrero local. Todos los gigantes le rindieron pleitesía, más por fe que por evidencia. Maradona le regaló una camiseta con esta inscripción: “Trinche, vos fuiste mejor que yo”. Carlovich fue asesinado en 2020, a los 74 años, por un muchacho que quería robarle la bicicleta. Ahí culminó su leyenda. Porque la literatura futbolística siempre se ha decantado por los héroes trágicos. Hay poco material interesante (desde el punto de vista artístico) sobre jugadores tan eximios como Pelé, Di Stéfano, Cruyff, Beckenbauer o Messi: carecen de tragedia. El genio autodestructivo, el héroe frágil, el ídolo conmovedor son quienes atraen al escritor. Best, Garrincha, Gascoigne, Sócrates. Y, evidentemente, el ser supremo en cuanto se refiere al fútbol y a la literatura: Diego Armando Maradona.

​ Volvamos a Juan Villoro. En efecto, es el cronista quien se interesa en volver a contar lo sucedido. Ciertos acontecimientos no solo han sucedido, sino que han sido vistos una y otra vez por la mayoría de la población planetaria. Como el Argentina-Inglaterra de 1986, quizá el partido de fútbol más célebre de todos los tiempos porque contenía una cantidad colosal de materiales literarios: la inquina entre los equipos por la guerra de las Malvinas, el escenario de un campeonato mundial y la presencia del mejor entre los mejores, Maradona, que hizo lo peor (un gol con la mano, “la mano de Dios”, claro) y lo mejor (ese gol irrepetible en el que burla a todo el equipo contrario).

​ Cualquier aficionado se sabe de memoria aquel encuentro. Pues bien, el periodista argentino Andrés Burgo escribió, treinta años después, una minuciosa crónica de casi trescientas páginas sobre el partido titulada, cómo no, El partido (2016). La obra de Burgo figura entre las mejores novelas (ahora que la novela fluye sin reparos entre la ficción y la realidad) sobre el fútbol y lo que significa. Me atrevería a decir que El partido es aún mejor que el partido. Porque contiene todo lo que ocurrió, lo que se vio y lo que no se vio, con el añadido de la imaginación del lector. Y eso es literatura.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

Formas de abrazarse en el césped

Nota original de: Revista Universidad Nacional
https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/7c9217f2-da71-440d-870f-80fa23ca4a1b/formas-de-abrazarse-en-el-cesped
Autor: Juan Villoro
Fecha de publicación de la nota original: Noviembre de 2022

Después de encontrar intensas afinidades, los poetas románticos rusos sellaban su amistad intercambiando sus camisas. De manera sencilla, el gesto aludía a la transmigración de las almas.

​ Los partidos de futbol terminan del mismo modo. Reparamos poco en ese hecho porque no influye en el resultado, pero representa la dialéctica unión de los contrarios. Al término de la trifulca, los rivales cambian de colores y se abrazan. Algunos aprovechan para mostrar un vientre roturado en el gimnasio o un tatuaje fantasioso, pero lo esencial es la simbólica disposición a asumir la piel del otro. Esto permite descubrir ciertos secretos. Cuando “el Fenómeno” Ronaldo recibió la empapada camiseta de David Beckham, se sorprendió de que oliera de maravilla. El Adonis de las canchas exudaba perfume.

​ Para los derrotados, conseguir la prenda de un rival puede ser un extraño consuelo. A nadie le gusta salir con un trapo del verdugo a cuestas, pero hay momentos en que la derrota brinda el raro orgullo de contribuir a la gloria ajena: si juegas contra Messi, no hay mejor resultado que obtener la camiseta número 10 que te humilló.

​ Los partidos existen para que caigan goles, pero cada futbolista celebra de modo diferente. Careca planeaba como un avión fumigador, Hugo Sánchez daba una voltereta de circo, James Rodríguez baila una cumbia de su invención y Griezmann se mueve como un muñeco de videojuego. Quien tiene una mujer embarazada mete la pelota bajo la camiseta y quien ya tuvo un bebé se chupa el pulgar. Después de estos aspavientos, vienen los abrazos. Pero no todos son iguales. Si tu equipo va perdiendo 4-0 y metes un golazo, celebrarlo con euforia te convierte en un cretino. En cambio, si el partido va 0-0 y anotas en los minutos de compensación un gol que significa el título, el sentido común exige que seas frenético.

©Ana Segovia, Cus Its a Hard Life With Love in the World, 2021. Cortesía de la artista

¿Hay algún protocolo para celebrar los goles? Hace años entré al vestidor del Estadio Azteca y vi un letrero que recomendaba no hacer manifestaciones exageradas en caso de anotar. Como el entusiasmo es subjetivo, resulta difícil saber qué es lo exagerado para alguien en trance de felicidad.

​ El futbol responde a dos energías básicas para dar abrazos: la centrífuga y la centrípeta. Quienes anotan y corren hacia fuera de la cancha tienen espíritu individualista; desean ser notados y llamar la atención en solitario. Además, saben que junto al banderín de córner una cámara de la televisión captará el momento en que se arrodillen ante la grada en épico tributo a sí mismos, mientras los compañeros corren a abrazarlos por la espalda y sepultarlos en una montaña de admiración y cariño. En cambio, quienes corren al centro del campo tienen espíritu gregario y entienden que su gol es producto del esfuerzo colectivo. Hubo épocas, ya perdidas en la noche de los tiempos, en que este era el festejo habitual. No es de extrañar que las cosas hayan cambiado: en la época selfie, el anotador se desmarca para que lo retraten a él solito.

​ Este gesto no siempre es egoísta porque a veces se corre rumbo a la afición en las tribunas. El esforzado Martín Palermo vivía para meter goles de cualquier manera. Ajeno al virtuosismo, se conformaba con pegarle a la pelota con la nariz o la oreja. Aunque no disponía de gran técnica en un país de artistas del esférico, rompió toda clase de récords en favor del Boca Juniors. Entre sus virtudes cardinales se encontraba la de asociar los goles con sus querencias. Al anotar pensaba en su familia, su primera novia, su perro favorito, su barrio, su ciudad y su país. Estas estimulantes ilusiones lo hacían correr hacia las gradas en busca de desconocidos que provisionalmente representaban a los suyos. Su alegría centrífuga fue tan excesiva que produjo la más extraña de las lesiones: Palermo se fracturó de felicidad. El 29 de noviembre de 2001, cuando jugaba para el Villarreal, enfrentó al Levante, de la ciudad de Valencia, en un partido decisivo de la Copa del Rey. Solo unos cuantos fanáticos del Submarino Amarillo asistieron a la justa. Quiso la casualidad que estuvieran detrás de la portería donde Palermo anotó el gol que mantenía vivo al equipo. El delantero salió disparado a las tribunas para abrazar a los hinchas y una valla publicitaria se vino abajo, triturándole la tibia y el peroné. En una amarga alegoría del futbol contemporáneo, el júbilo del crack fue guillotinado por un anuncio.

©Wilo Gayone, Te sigo a todas partes, de la serie Futbol Universal, 2020. Cortesía del artista

Los anotadores centrífugos corren hacia las orillas; a veces recuerdan que los demás existen y abrazan a un fotógrafo o a un guardia de seguridad. Por el contrario, los centrípetos son como Pelé, que saltaba sobre su propio eje, latigueando el aire con la mano, y se fundía en las camisetas blancas de su equipo o las amarillas de la selección. El caso más reconcentrado ha sido el de Alfredo Di Stéfano, que festejaba en total intimidad con la pelota y le decía: “Gracias, vieja”.

​ El futbol es un deporte de conjunto, pero hay quienes lo entienden en clave individual. Cuando Cristiano Ronaldo anota un gol, no busca al compañero que le dio el pase ni al que se encuentra más cerca de él: se dirige al banderín de córner, salta con un gesto que lo deja plantado en el límite del césped, con las piernas y los brazos abiertos, y espera que vengan a abrazarlo. Estatua de sí mismo, reclama la admiración que merecen los próceres.

​ Curiosamente, los jugadores más abrazados son los que anotan de chiripa. El lateral derecho que mide 1.60 pero remata a las redes de cabeza hace que hasta el portero atraviese la cancha para festejarlo. Esta celebración se basa en la condición única de esa alegría: el héroe repentino no volverá a hacer lo mismo.

​ Vayamos al abrazo más complicado de todos, el del entrenador con uno de sus súbditos. No ha nacido el futbolista que quiera salir del campo. Cuando el técnico lo retira, eso puede significar distintas cosas. Si el jugador en cuestión anotó tres goles y faltan ocho minutos de partido, su exclusión es un homenaje para que el estadio lo ovacione. Como el público, el técnico juega con nervios y alaridos. Al abrazar al extenuado protagonista, recibe la excelsa sustancia de los héroes, la transpiración de la gloria y el esfuerzo. Ese abrazo comparte un mérito esencial con el erotismo: la suciedad ajena resulta deliciosa, o por lo menos soportable.

​ Más difícil de valorar es la escena del futbolista que abandona la cancha por no jugar bien o por carecer de las cualidades que tiene su sustituto. De todos los abrazos inventados por el futbol, prefiero el del futbolista que no quiere irse y sin embargo acepta con dignidad los brazos del hombre de traje Armani que acaba de perjudicarlo. El estratega se empapa de un sudor que en este caso significa obediencia y disciplina, pero también entereza y desafío. Al abrazar en público a quien lo ultraja, el guerrero repite un ademán que los apóstoles, los emperadores, los capos de la mafia y los revolucionarios han usado para decir en señal de resignación y advertencia: “todavía estoy contigo”. El agraviado es leal, pero no se puede abusar de su nobleza.

©Rubén Ojeda Guzmán, 14, 2011. Cortesía del artista

Los abrazos más emotivos suelen ocurrir entre los jugadores eslavos o latinos a los que no les basta el torso para manifestar afecto. Es común que sus manos vayan a la nuca y la mejilla del festejado y que la alegría se selle con un beso. Cuando el abrazo se disuelve, el anotador recibe dos o tres nalgadas. Estamos ante un decisivo código corporal: el abrazo certifica lo que ya ocurrió, la nalgadita es un estímulo para que vuelva a ocurrir. En ninguna otra actividad se nalguea de manera tan productiva.

​ Pasemos al futbol femenil, cada vez más relevante. Su gran aportación es la honestidad. Estamos ante la mejor reserva del juego limpio. El futbol varonil se ha convertido en una rama del teatro, que sorprende y decepciona en dosis iguales.

​ Las fintas y las jugadas de atracción requieren de virtuosismo gestual y el pase al hueco, de un claro sentido del trazo escénico. “El fútbol es el único lugar en el que me gusta que me engañen”, ha dicho César Luis Menotti para referirse a la virtud decisiva del crack, que le permite hacer lo contrario a lo esperado. Hasta aquí la teatralidad es altamente positiva. Pero la capacidad de fingir también lastima al futbol. En todas las ligas sobran los histriones que mendigan agravios y buscan la falta a la menor provocación. Incluso un artífice como Neymar prefiere fingir un golpe a consumar la jugada. Para convencer al árbitro, los buscadores de penales ruedan por el césped y mueven las piernas y los brazos en estado de estertor (curiosamente, se recuperan en cuanto les pasan una esponja sobre el rostro).

​ El futbol varonil depende tanto de los simulacros que no siempre se puede confiar en la sinceridad de los festejos. Figo se dejaba adorar por sus compañeros del Barça mientras pensaba que firmaría con el Real Madrid.

​ El futbol femenil, por su parte, ha prosperado en forma notable sin ser invadido por las trampas. No hay jugadoras famosas por anotar con la mano. La estafa es privilegio de los hombres.

​ En consecuencia, los abrazos en los campos de las mujeres tienen un aire diferente, de kermés o celebración de fin de cursos. Aunque no faltan los brotes locos a los que lleva la emoción, el festejo suele ser un placer compartido, no una veneración del César.

​ Cuando pensábamos que ya habíamos visto todo en materia de abrazos, incluida la hipocresía profesional del titular que apapacha a su suplente, el VAR (árbitro asistente de video) llegó a confundir las emociones.

​ El gol obliga a gritar hasta el estrépito. En las tribunas abrazamos a gente que no habíamos visto pero que se vuelve íntima por compartir el anhelo colectivo. A pocas personas he querido tanto como al desconocido que lloró en mi mejilla cuando el Necaxa se coronó en el Estadio Azteca después de 57 años de sequía.

​ Ahora, gracias a la tecnología, la pasión puede quedar en suspenso. El estadio explota con un gol, pero el árbitro tiene una duda.

©Wilo Gayone, Mundo interior. Serie Futbol Universal, 2020. Cortesía del artista

Sobreviene entonces un ademán digno del teatro kabuki: el juez dibuja un rectángulo en el aire que significa “pantalla” y pide que un tribunal supremo revise la jugada. La sensación es de coitus interruptus. El exultante arrebato debe posponerse. Después de un minuto de hielo, el árbitro confirma o descarta su sentencia. Si decreta que el gol fue legal, a los jugadores no les queda más remedio que abrazarse por protocolo, representando una dicha que solo sienten a medias. El gol pospuesto sabe a guiso recalentado.

​ Concluyo con el abrazo que nadie quiere recibir y acaso por ello sea el más fuerte de todos. En cada córner un defensa atenaza a un delantero con una vehemencia que jamás concederá a su amante. Ese abrazo es ilegal y por lo tanto solo puede durar unos segundos. En él se concentran la desesperación y la impotencia. En el fondo, se trata de un homenaje. El defensor sabe que su oponente puede superarlo; incapaz de ejercer una marca limpia, transgrede las reglas para contenerlo, convirtiendo el abrazo en recurso de rivalidad.

​ La especie humana debe su destino a la habilidad manual, pero el balompié, rareza extrema, prohíbe su uso, con la exigua excepción del portero, que se viste y piensa de otro modo.

​ El juego de las manos suprimidas existe para llegar al momento en que lo más importante son las manos: el abrazo, el gol después del gol.