LOS MURALES PERDIDOS DEL ARTE MEXICANO

México tiene murales muy famosos e importantes, pero también otros de los que se sabe muy poco, pues algunos fueron borrados de las paredes, otros se destruyeron y unos más acumulan polvo en alguna bodega institucional, sin ser vistos.

Estas obras también son parte de nuestra herencia artística y hablar de ellas es una forma de evitar que se pierdan en el olvido, como explican especialistas de la UNAM.

¿QUÉ PAPEL TUVIERON LAS MUJERES EN LOS PRIMEROS 100 AÑOS DE MURALISMO MEXICANO?

 

Patricia Quijano ha creado alrededor de 20 murales en solitario y 30 en colectivo, y durante décadas ha luchado porque estas obras ocupen un lugar relevante en todo tipo de espacios, trátese de bibliotecas, museos o mercados. Sin embargo, cuando quiso titularse de La Esmeralda con una investigación sobre muralistas mexicanas, sus profesores le rechazaron el proyecto al tiempo que argumentaban: “No hay mujeres en el muralismo de México”.

¡Me dijeron eso a mí, que hago murales!, comenta la también docente, quien se propuso demostrar que sus maestros estaban equivocados. Sólo para contradecirlos incluyó en su tesis un grueso apartado sobre personajes femeninos en el arte público nacional, mismo que se ha vuelto referente para los interesados en el tema.

A Quijano le gusta citar aquella frase de Rosario Castellanos que dice: “Una mujer que no se reconoce ni le reconocen la categoría de persona será una deficiente profesionista”, y a su parecer eso es lo que se aprecia en los anales del muralismo, una carencia de reconocimiento a lo femenino, pues apenas dedican un pie de página a todas aquellas artistas que buscaron expresar su visión del mundo en una pared, además de que le niegan el título de muralistas a creadoras con grandes méritos.

Y a esto podemos sumarle –explica– todos los obstáculos que ellas debieron enfrentar. Un ejemplo es María Izquierdo, a quien en 1945 le comisionaron un mural para el Antiguo Palacio del Ayuntamiento que llevaría por nombre El progreso de la Ciudad de México, el cual fue bloqueado por intervención de artistas hombres (se sospecha de Rivera y Siqueiros), quienes aseveraban que alguien como ella no estaba capacitada para concretar una pieza de tal envergadura. Hoy a Izquierdo se le recuerda por acuñar la frase: “Es delito ser mujer y tener talento”.

La misma Quijano confiesa haber lidiado con las expectativas de género depositados en ella. “Estudié Psicología Educativa en la UNAM como primera carrera para tranquilizar a mis padres, quienes no veían al arte como algo para mujeres, o más tarde, cuando me encargaron un mural para Universum, Museo de las Ciencias, alguien ahí me pidió hacerles uno, pero que emulara el trabajo de un hombre: el de mi maestro y esposo Arnold Belkin. En vez de ello les entregué La infraestructura de una nación (1994), una pieza muy mía y, por ende, producto de una visión femenina”.

Para la artista es evidente que en los cien años de vida del movimiento mural en México las mujeres han estado ahí, aunque no aparezcan en los libros, y ello explica que sus profesores de carrera le aseveraran que no había figuras femeninas en el muralismo, como si una Aurora Reyes, una Lilia Carrillo o una Leonora Carrington jamás hubiesen existido. “Es un poco triste dedicarse a la pintura y que tu persona y obra sean borradas”.

Por ello, a decir de Patricia Quijano, es preciso romper con esas estructuras que han mantenido a tantas artistas en la sombra. “No es raro que a las mujeres nos digan qué podemos ser y qué no, o cuál es nuestro lugar en la historia; ante ello debemos reclamar nuestro sitio. Por eso, cada que me preguntan a qué me dedico, y para que no digan que no existimos, siempre digo con orgullo: ¿yo?, ¡yo soy muralista!”.

Abandonar las sombras

En la contraportada de su libro Eclipse de siete lunas, la docente Dina Comisarenco Mirkin es tajante al afirmar: “Existe una deuda histórica con el trabajo artístico de las mujeres muralistas. Su paso por uno de los movimientos culturales más importantes en México se ha registrado, en la mayoría de los casos, desde un papel secundario”.

Y esto es porque, a decir de la investigadora del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura y colaboradora del Instituto de Investigaciones Estéticas, a las pintoras mexicanas se les ha invisibilizado debido a una serie de prejuicios de género que sólo perpetúan falsedades, como la de que las mujeres no tienen fuerza física como para acometer un mural y terminarlo, o que a ellas no les interesa la cuestión pública, pues lo político “es cosa de hombres”.

En el Inventario del muralismo mexicano, de Orlando Suárez, se hace un registro muy detallado de todas las obras de gran formato realizadas en el país y, a partir del desglose de estos datos, se establece que, hasta inicios de los años 70 del siglo pasado, había 260 muralistas con obra desplegada y, que de ellos, 33 eran mujeres (un 13 por ciento). Además el texto revela que mientras ellos producían 20 obras en promedio, ellas generaban apenas tres.

Si imaginamos cuánto representa eso en metros cuadrados pintados es fácil hacerse una idea de qué tan grande ha sido esta disparidad. “Mujeres en este movimiento siempre ha habido, pero para ellas ha sido más difícil conseguir oportunidades y nadie ejemplifica mejor esto que la primera muralista mexicana, Aurora Reyes, quien hizo su primer mural a los 30 años, el segundo a los 50 y el tercero a los 70. Estos largos paréntesis sólo se explican por la dificultad que tuvo para acceder a espacios”.

Si algo tiene claro Dina Comisarenco es que este proceso de invisibilización ha sido sistemático y se remonta a los inicios mismos del muralismo, pues cuando las mujeres comenzaron a pintar sus primeras paredes, los críticos decidieron ignorarlas, no las entrevistaron ni mostraron interés en difundir su obra.

A fin de romper con tantos años de silencio, la investigadora se ha dedicado a divulgar la vida y obra de estos personajes; sin embargo, muchos vicios persisten. “Trabajé durante mucho tiempo en un libro sobre las mujeres muralistas y lo puse a disposición de una editorial mexicana reconocida. Lo tuvieron en revisión un año y me lo regresaron diciéndome que les había gustado mucho y que deseaban publicarlo, pero a condición de que incluyera a muralistas hombres y hablara de su obra con la misma profundidad con que abordaba la de ellas”.

Por fortuna –celebra Comisarenco– los tiempos cambian, y esta falacia de que no hay muralismo femenino no se dice más. “Eso lo constaté hace unos años cuando viajé a Chile a presentar justo el libro que menciono y alguien de entre el público comentó: es que en México hay muchísimas mujeres muralistas, aquí no podríamos escribir nada igual. No sé qué pensar de eso, más que esa importante producción de la que nadie hablaba por razones de género, hoy se ha comenzado a visibilizar”.

 

 

 

SAN ILDEFONSO, EL COLEGIO DONDE NACIÓ EL MURALISMO MEXICANO

Hay movimientos que respiran antes de nacer y el muralismo mexicano es prueba de ello, pues aunque su obra más antigua data de 1921 —se trata de El árbol de la vida, de Roberto Montenegro—, la pieza con la que en realidad arranca esta corriente fue pintada en 1922, en el anfiteatro del Antiguo Colegio de San Ildefonso, por un Diego Rivera de 35 años que, tras pasar más de una década en Europa, regresaba a México desde París a petición de un José Vasconcelos que aún no cumplía los cuarenta.

El nombre de dicha obra es profético: La creación, y en él se anuncian —mediante elementos cristianos y paganos, y un Adán y una Eva morenos— que en México estaba por gestarse algo nuevo.

La historia del muralismo mexicano comenzó a escribirse hace 101 años, cuando José Vasconcelos reunió a un grupo de artistas dispuestos a plasmar imágenes de gran formato a fin de romper con el monopolio artístico de las élites al llevar la plástica de las galerías a los espacios públicos, pero ¿cómo si Montenegro fue el primero de entre los convocados vasconcelistas en concluir un mural, se dice que el que funda todo es Rivera?

“Porque así lo aseguraban los artistas de la época, para quienes La creación marcaba el inicio de una vanguardia”, apunta la profesora Sandra Zetina, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, quien no duda en afirmar que si el muralismo tiene cuna, ésta es el Colegio de San Ildefonso.

Y es que como explica la académica, pocas veces en nuestra historia nacional tantos pintores tan importantes confluían en un mismo sitio —Rivera comenzó con su obra en marzo de 1922 y casi al mismo tiempo, de ahí hasta 1926, se pintaron 40 piezas más en el entonces edificio de la Escuela Preparatoria Nacional— lo cual daría pie no sólo a reflexiones sobre lo mexicano y su esencia, sino a diálogos y rivalidades que terminarían por darle una identidad única al movimiento muralista.

Escribe Octavio Paz sobre el tema: “Nuestra pintura es un capítulo del arte moderno. Pero, asimismo, es la pintura de un pueblo que acaba de descubrirse a sí mismo y que, no contento con reconocerse en su pasado, busca un proyecto histórico que lo inserte en la civilización contemporánea”.

Sin embargo, empujar hacia adelante implica lidiar con resistencias que tiran hacia atrás y eso es algo que Rivera experimentó al pintar La creación, pues como señalan algunos biógrafos, llegó un punto en el que el muralista debió subir a los andamios armado con una pistola para protegerse de preparatorianos ofendidos —casi todos jóvenes conservadores que “antes que intelectuales en ciernes se sienten protectores de la sociedad que los encumbrará-”, explica Carlos Monsiváis.

Parte del proyecto vasconcelista era crear públicos para una cultura visual en ciernes: aquellos estudiantes, y grupos afines, no eran aún parte de ese grupo ni deseaban serlo, lo que explica que con frecuencia dichas obras fuesen vandalizadas.

El muralismo es, quizá, el movimiento artístico de mayor impacto a nivel global, pero en su momento ni siquiera sus impulsores oficiales hablaban de estas creaciones en términos de su valor cultural, sino monetario, como se desprende del informe presidencial obregonista de 1923: “Para estimular a los pintores nacionales, se les ha encomendado la decoración de edificios públicos, los cuales han quedado bellamente decorados con poco costo”.

¿Pero quién podría anticiparse al futuro? Ni siquiera los artistas involucrados imaginaban las repercusiones de aquellas obras monumentales que comenzaron a pintar a inicios de los años 20 ni cómo éstas marcarían sus carreras. El mismo Rivera llegó a comentar, tras haber vivido casi 15 años en París: “Volví a México el 20 de junio de 1921 con la cabeza poblada de proyectos. El primero no era hacer pintura mural, sino crear un instituto politécnico”. Hoy Diego es nuestro muralista más conocido.

Sin embargo, lo vivido en aquellos años de 1921 y 1922 inauguró un capítulo en la vida artística de nuestro país que aún nos marca. Como apunta Eduardo Vázquez Martín, coordinador general del Antiguo Colegio de San Ildefonso: “El encuentro que se dio en lo que entonces era el edificio de la Escuela Nacional Preparatoria dio pie a un diálogo en el que seguimos enfrascados. San Ildefonso fue el laboratorio del muralismo mexicano donde confluyeron los más grandes talentos de su tiempo (incluidos los llamados “tres grandes”: Rivera, Orozco y Siqueiros), marcando un momento único en el tiempo”.