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OJOS AZULES, TONI MORRISON

A continuación reproducimos un fragmento de la novela Ojos azules, de la ganadora del Premio Nobel de Literatura 1993, Toni Morrison, con traducción de Jordo Gubern. Texto autorizado por editorial Penguin Random House, bajo el sello De Bolsillo.

PREMIO NOBEL DE LITERATURA

Toni Morrison

Ojos azules

Traducción de Jordi Gubern

He aquí la casa. Es verde y blanca. Tiene una

puerta roja. Es muy bonita. He aquí a la familia.

La madre, el padre, Dick y Jane viven en la casa

verde y blanca. Son muy felices. Veamos a Jane.

Lleva un vestido rojo. Quiere jugar. ¿Quién juga-

rá con Jane? Veamos al gato. Hace miau-miau. Ven

y juega. Ven a jugar con Jane. El gatito no jugará.

Veamos a la madre. La madre es muy cariñosa.

Madre, ¿quieres jugar con Jane? La madre ríe. Ríe,

madre, ríe. Veamos al padre. Es alto y fuerte. Pa-

dre, ¿quieres jugar con Jane? El padre sonríe. Son-

ríe, padre, sonríe. Veamos al perro. El perro hace

guau-guau. ¿Quieres jugar con Jane? Veamos co-

rrer al perro. Corre, perro, corre. Mira, mira. Ahí

viene una amiga. La amiga jugará con Jane. Juga-

rán a un juego que les gustará. Juega, Jane, juega.

He aquí la casa es verde y blanca tiene una puerta

roja es muy bonita he aquí a la familia la madre el

padre dick y jane viven en la casa verde y blanca

son muy felices veamos a jane lleva un vestido rojo

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quiere jugar quién jugará con jane veamos al gato

hace miau-miau ven y juega ven a jugar con jane el

gatito no jugará veamos a la madre la madre es

muy cariñosa madre quieres jugar con Jane la ma-

dre ríe ríe madre ríe veamos al padre es alto y fuer-

te padre quieres jugar con jane el padre son-

ríe sonríe padre sonríe veamos al perro el perro hace

guau-guau quieres jugar con jane veamos correr al

perro corre perro corre mira mira ahí viene una

amiga la amiga jugará con jane jugarán a un juego

que les gustará juega jane juega.

Heaquilacasaesverdeyblancatieneunapuertaro jaesmuybonitaheaquialafamiliaalamadreelpadre dickyjanevivenenlacasaverdeyblancasonmuyfeli cesveamosajanellevaunvestidorojoquierejugarquien jugaraconjaneveamosalgatohacemiaumiauveny juegavenajugarconjaneelgatitonojugaraveamosa lamadrelamadreesmuycariñosamadrequieresju garconjanelamadrerieriemadrerieveamosalpadrees altoyfuertepadrequieresjugarconjaneelpadreson riesonriepadresonrieveamosalperroelperrohace guauguauquieresjugarconjaneveamoscorreralpe rrocorreperrocorremiramiraahivieneunaamigalaa migajugaraconjanejugaraaunjuegoquelesgustara

juegajanejuega

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Aunque nadie diga nada, en el otoño de 1941

no hubo caléndulas. Creímos entonces que si las

caléndulas no habían crecido era debido a que Pe-

cola iba a tener el bebé de su padre. Una ligera ins-

pección y un punto menos de melancolía nos ha-

brían demostrado que no fueron nuestras semillas

las únicas que no germinaron: no lo hicieron las se-

millas de nadie. Ni tan siquiera los jardines que

dan frente al lago tuvieron aquel año caléndulas.

Pero tan profundo era nuestro interés por la salud

y el alumbramiento sin problemas del bebé de Pe-

cola que no podíamos pensar en otra cosa que nues-

tra propia magia: si plantábamos las semillas y pro-

feríamos las palabras adecuadas, brotarían y todo

marcharía bien.

Transcurrió bastante tiempo antes de que mi

hermana y yo admitiéramos que de nuestras semi-

llas no iba a salir planta alguna. Una vez que lo re-

conocimos, sólo mitigamos nuestro sentimiento de

culpa peleándonos y acusándonos mutuamente de lo

que había pasado. Durante años yo creí que era

mi hermana quien tenía razón: la culpa era mía.

11

Había depositado las semillas en tierra a demasi-

ada profundidad. A ninguna de las dos se nos oc-

urrió que la tierra misma pudo haber sido impro-

ductiva. Habíamos dejado caer nuestras semillas

en nuestra parcelita de tierra negra exactamente

igual que el padre de Pecola depositó su simiente

en su propia parcela de tierra negra. Nuestra ino-

cencia y nuestra fe no resultaron más productivas

que su lascivia o su desesperación. Lo que está cla-

ro hoy es que de todos aquellos temores, esperan-

zas, lujuria, amor y pesadumbre, no queda nada

con excepción de Pecola y de la tierra improducti-

va. Cholly Breedlove ha muerto; nuestra inocencia

también. Las semillas se secaron y murieron; el

bebé también.

En realidad nada más habría que decir, salvo

por qué. Pero, dado que el porqué es difícil de ma-

nejar, será mejor refugiarse en el cómo.

12

 

 OTOÑO

Las monjas pasan silenciosas como la lascivia y

los borrachos de mirada solemne cantan en el fo-

yer del hotel griego. Rosemary Villanucci, nuestra

vecina y amiga, que vive en el piso de arriba del

café de su padre, come pan con mantequilla senta-

da en un Buick del año 39. Baja el cristal de la ven-

tanilla para decirnos a mi hermana Frieda y a mí

que no podemos entrar. Ambas la miramos fija-

mente: nos apetece su pan, pero más que el pan

nos apetecería arrancar la arrogancia de sus ojos y

aplastar el orgullo de propietaria que frunce aque-

lla boquita suya cuando mastica. En cuanto salga

del coche le caerá encima una paliza que dejará

marcas rojas en su blanca piel, y llorará y nos pre-

guntará si queremos que se baje las bragas. Le di-

remos que no. No sabemos lo que sentiríamos ni

lo que haríamos si se las bajara, pero siempre que

nos lo pregunta pensamos que nos está ofreciendo

algo precioso y que debemos reafirmar nuestro

amor propio negándonos a aceptarlo.

El curso escolar ha comenzado, y Frieda y yo

tenemos medias nuevas de color marrón y toma-

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mos aceite de hígado de bacalao. Los mayores, en

tono inquieto y fatigado, hablan de la Compañía

de Carbones Zick, y por la tarde nos llevan con

ellos a la vía del tren, donde llenamos sacos de ar-

pillera con los trocitos de carbón que se encuentran

por todas partes. Después nos vamos a casa,

mirando atrás para presenciar cómo las vagonadas

de escoria humeante y al rojo son descargadas de

golpe en el barranco que bordea la acerería. El fue-

go que se extingue todavía ilumina el cielo con un

deslustrado resplandor naranja. Frieda y yo nos

quedamos atrás y contemplamos el parche de co-

lor rodeado de negrura. Es imposible no estreme-

cerse cuando tus pies dejan atrás la grava del sen-

dero y pisan la hierba muerta del campo.

Nuestra casa es vieja, fría y verde. Por la noche,

un quinqué de petróleo ilumina la única habita-

ción grande. Las otras, a oscuras, están pobladas

de cucarachas y ratones. Los adultos no nos ha-

blan: nos dan instrucciones. Imparten órdenes sin

facilitar información. Cuando tropezamos y cae-

mos nos echan una mirada; si nos hemos hecho un

arañazo o un cardenal nos preguntan si estamos

locas. Cuando nos resfriamos sacuden la cabeza,

disgustados ante nuestra falta de consideración.

¿Cómo, nos preguntan, esperáis que alguien haga

algo si constantemente estáis enfermas? No sabe-

mos qué contestarles. Nuestra enfermedad es tra-

tada con desdén, con el fétido Black Draught y

con aceite de ricino, que nos embota la mente.

Un día, después de una excursión a recoger car-

bón, cuando toso una sola vez, ruidosamente, con

los conductos bronquiales casi obstruidos por las

flemas, mi madre frunce el entrecejo.

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— Buen Dios. A la cama enseguida. ¿Cuántas

veces habré de decirte que te cubras la cabeza con

algo? Tú debes ser la niña más tonta de la ciudad.

¿Frieda? Coge unos trapos y rellena las rendijas de

esa ventana.

Frieda embute los trapos en la ventana. Yo ca-

mino pesadamente hacia el lecho, llena de culpa y

de autocompasión. Me acuesto en ropa interior. El

metal de mis ligas negras me molesta en las piernas,

pero no me las quito porque hace demasiado frío

para meterse en cama sin medias. Mi cuerpo tarda

mucho tiempo en calentar el espacio que ocupa.

Una vez que he generado una silueta de calor ya no

me atrevo a moverme, pues a una distancia de me-

dia pulgada en cualquier dirección empieza la zona

fría. Nadie me dirige la palabra, no me preguntan

ni cómo me siento. Transcurridas una o dos horas

viene mi madre. Tiene las manos grandes y ásperas,

y cuando me frota el pecho con ungüento Vicks el

dolor me pone rígida. En cada operación ella se

unta abundantemente dos dedos y me da masaje en

el pecho hasta que me siento mareada. Justamente

cuando creo que voy a desahogarme con un chilli-

do, mi madre extrae un poquito de ungüento con

el dedo índice, lo deposita en mi boca y me dice

que lo engulla. Por último me envuelve el cuello y

el pecho con un paño de franela caliente. Quedo

cubierta de pesadas colchas y se me ordena que

sude, cosa que hago sin tardanza.

Más tarde vomito, y mi madre dice:

—¿Por qué vomitas en la ropa de cama? ¿No

tienes suficiente sentido común para volver la ca-

beza? Mira lo que has hecho. ¿Te parece que me

sobra tiempo para dedicarlo a limpiar tu vómito?

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El vómito se escurre de la almohada a la sába-

na; es de un color gris verdoso, con partículas ana-

ranjadas. Se mueve como el contenido de un hue-

vo crudo. Conserva obstinadamente su masa

propia, se niega a dispersarse y a que lo quiten de

donde está. ¿Cómo, me pregunto, puede ser al

mismo tiempo tan avieso y tan hábil?

La voz de mi madre va sonando monótona-

mente. No me habla a mí. Está hablándole al vó-

mito, pero pronuncia mi nombre: Claudia. Al fin,

frotando, lo limpia lo mejor que puede y coloca

una toalla rasposa sobre la gran mancha de hume-

dad. Yo vuelvo a acostarme. Los trapos han caído

de las rendijas de la ventana y el aire es frío. No me

atrevo a responder a lo que dice mi madre y me re-

sisto a dejar mi envoltura de calor. Pero el enfado

de mi madre me humilla; sus palabras me excorian

las mejillas y rompo a llorar. No he entendido que

ella no está enojada conmigo, sino con la enferme-

dad. Creo que desprecia mi debilidad por haber

dejado que la enfermedad pueda más que yo. A la

larga no enfermaré de verdad: me negaré en re-

dondo. Pero, por el momento, lo que hago es llo-

rar. Sé que así tengo muchos más mocos, pero no

puedo contenerme.

Comparece mi hermana. La pena inunda sus

ojos. Me canta: «Cuando la púrpura oscura baja

por las paredes del soñoliento jardín, alguien pien-

sa en mí…» Me adormezco pensando en ciruelas,

en paredes, en «alguien».

Sin embargo, ¿las cosas eran realmente de aquel

modo? ¿Tan dolorosas como yo las recuerdo?

Sólo a medias. O mejor dicho, el dolor era pro-

ductivo y fructificante. El amor, oscuro y espeso

18

como el jarabe Alaga, introducía poco a poco su

alivio por aquella ventana agrietada. Podía olerlo,

saborearlo, dulce, almizcleño, con un punto de

ajoplata en la base, esparcido por toda la casa. Se

adhería, junto con mi lengua, a los vidrios empa-

ñados. Revestía mi pecho, junto con el ungüento,

y cuando, al quedar ya dormida, se me soltaba el

paño de franela, las claras, nítidas curvas de aire

perfilaban su presencia en mi garganta. Y durante

la noche, cuando mi tos era seca y dura, se oían en

el suelo del cuarto unos pasos quedos y unas ma-

nos reajustaban la franela, reequilibraban la colcha

y reposaban un instante sobre mi frente. De ma-

nera que cuando pienso en el otoño, pienso en al-

guien con manos que no quiere que yo muera.

Era también otoño cuando vino Mr. Henry. Nues-

tro inquilino. Nuestro huésped. Las palabras sa-

lían en globitos de los labios y flotaban en el aire

sobre nuestras cabezas: silenciosas, desunidas y

gratamente misteriosas. Mi madre era toda desen-

voltura y satisfacción cuando comentaba su llegada.

—Ya le conocéis —decía a sus amigas—. Henry

Washington. Ha estado viviendo en casa de Miss

Della Jones, en la calle Trece. Pero ella ya chochea

demasiado para tener huéspedes. Así que él se ha

buscado otro sitio.

—Oh, sí. —Las amigas no ocultaban su curio-

sidad—. Yo me preguntaba hace tiempo hasta

cuándo iba a quedarse con ella. Dicen que está

completamente ida. La mitad de los días no

sabe quién es él, ni nadie.

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— Pues aquel viejo negro loco con quien se casó

no ayudó mucho a que le funcionara bien la cabeza.

—¿Oísteis lo que él contaba cuando la aban-

donó? —Nnno. ¿Qué?

—Bueno, se marchó con aquella frívola de

Peggy, la de Elyria. Ya sabéis.

—¿Una de las chicas de Old Slack Bessie?

—La misma. Bien, alguien le preguntó por qué

dejaba a una mujer decente, amable y piadosa

como Della por aquella vaquilla. Ya sabéis que

Della siempre fue una buena ama de casa. Y él dijo

que juraba que el verdadero motivo era que ya no

podía aguantar más aquella loción de violetas que

Della Jones usaba. Dijo que quería una mujer que

oliese como una mujer. Dijo que Della era, senci-

llamente, demasiado limpia para él.

—Viejo perro, ¡qué asco de tío!

—Y que lo digas. ¿Qué manera de pensar es

ésa?

—No es manera ninguna. Algunos hombres

son sólo perros.

—¿Fue por eso que ella tuvo aquellos ataques?

—Debió contribuir. Pero ya sabéis, ninguna de

aquellas chicas era demasiado despierta. ¿Os acor-

dáis de Hattie, que siempre sonreía? Nunca estu-

vo cuerda. Y su tía Julia todavía trota de un lado a

otro por la calle Dieciséis hablando sola.

—¿No la han encerrado?

—No. Las autoridades se desentienden. Dicen

que no hace daño a nadie.

—Pues me lo hace a mí. Si quieres tener un sus-

to de muerte, levántate a las cinco y media de la

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mañana como yo y échate a la cara a esa vieja bru-

ja flotando por ahí con su sombrerete. ¡Piedad!

Las amigas ríen.

Frieda y yo estamos limpiando botes de vidrio

para guardar conservas. No distinguimos las pala-

bras, pero cuando hablan personas adultas escu-

chamos y prestamos atención a sus voces.

—Bien, confío en que nadie me deje a mí andorrear de ese modo cuando esté vieja. Es una vergüenza.

—¿Y qué van a hacer con Della? ¿No tiene fa-

milia?

—Una hermana suya viene de Carolina del

Norte para ocuparse de ella. Imagino que lo que

pretende es quedarse con la casa.

—Oh, vamos. Es la idea más perversa que he

oído.

—¿Qué te apuestas? Henry Washington dice que

la tal hermana no ha visto a Della en quince años.

—Yo había pensado, en cierto modo, que

Henry acabaría un día u otro casándose con ella.

—¿Con esa vieja?

—Bueno, Henry ya no es un pollito.

—No, pero tampoco es un buitre.

—¿Ha estado casado alguna vez?

—No.

—¿Cómo es eso? ¿Le dieron calabazas?

—Es un hombre exigente, nada más.

—No es exigente. ¿Tú ves a alguien por aquí

con quien valga la pena casarse?

—Bueno… no.

—Simplemente es sensato. Un trabajador formal

de costumbres tranquilas. Espero que todo marche bien.

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NTX/MCV/LIT19