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Hablemos un poco de libros

El mito histórico cuenta que Gutenberg inventó la imprenta a mediados del siglo XV. Lo cierto es que existían algunos métodos rudimentarios para imprimir anteriores, con placas de madera; lo que Gutenberg realmente creó fueron los primeros tipos móviles. Como cualquier suceso de hace cerca de 500 años, difícil es conocer la verdad. La imprenta revolucionó la forma de hacer libros, que antes eran copiados manualmente por frailes y monjes en su mayoría, por lo tanto, eran pocos y valiosos, inaccesibles para el común de la población.

Con impresoras portátiles que casi todos podemos tener en casa, con dispositivos móviles que nos permiten leer en sus pantallas a cada momento, pocas veces paramos a reflexionar en la historia de los libros. Hace ya algunos años que se viene pronosticando la muerte del libro impreso. Tanta evolución y tanta historia no van a desaparecer así no más por una cosa llamada World Wide Web.

Yo vine a parar a este mundo por los vericuetos extraños de la vida. Al mundo de los libros. Amaba y sigo amando la literatura, antes quería ser «escritora»; pero quizá nunca imaginé que estaría del lado de los que hacen los libros. Un día quise explicarle a la chica que trabajaba en la pollería en qué consiste mi trabajo. Me rendí. En un país con pocos lectores, con familias en cuyas casas no hay ni un solo libro, es un poco complicado explicar la chamba de un corrector/editor.

Mi primer trabajo oficial tenía un título muy rimbombante: «jefa de prensa». Corregía revistas, escribía algunos textos y hacía las veces de periodista cubriendo eventos. Todo en el mundo del sector industrial alimentario. Fue una gran experiencia y me llevó hasta Chicago y Las Vegas. Pero aprender sobre enzimas, edulcorantes y PET para envase no era lo mío. De ahí emigré al submundo en el que me he movido en los últimos años: las editoriales independientes. Trabajé muchos años en una minúscula editorial que en su breve historia publicó seis libros. Yo los corregí todos, reescribí partes completas de algunos. Yo los edité.

¿Qué es editar un libro? Es verificar sus contenidos, su pertinencia. Es checar que tengan sentido, que no digan sandeces. Es cuidar minucias editoriales como las viudas, los rosarios y las huérfanas. Es un proceso lindísimo. Es tener la responsabilidad de que ese libro impreso va a ir lo más impoluto posible, va a ser la mejor versión de sí mismo. Es saber que la gente va a disfrutar su lectura, tanto por el contenido como por el diseño y la formación del mismo. También aprendí toda la parte de tratar de comercializar un libro. Negociar con los grandes consorcios de ventas (librerías con nombres de prócer indio, de espacio debajo de una casa, librerías-cafeterías con famoso logo de búhos). La triste historia de perder siempre esa batalla.

Esa pequeña editorial terminó sus días. No fue algo triste, fue una sabia decisión. Sólo trabajábamos en ella tres personas. Pero mi vida sigue en el detrás de los libros: ahora en los universitarios. Y también, como la orgullosa freelancera que soy, me vendo a quien tenga trabajo. Así fue como colaboré, tangencialmente, con uno de los dos grupos editoriales más importantes que hay en habla hispana.

De los libros que encontramos en las librerías comerciales todos son editados por dos grupos (españoles, ambos), aunque con diferentes nombres. Persisten pocas editoriales que siguen en su luchita independiente, pero casi todas ellas no llegan a la mesa de novedades de las librerías antes mencionadas. Estas grandes casas editoras han dejado de ver los libros como contenedores de literatura. Para ellas es un negocio. Alguna vez alguien muy querido de la legendaria editorial Era me contó que ellos subsisten gracias a Aura, de Fuentes. Nada más. Era publica literatura, buena literatura. Era no le hace ni cosquillas a estos magnos consorcios.

Ellos deciden qué escritores serán famosos y cuáles no van a figurar jamás. Lamentablemente, en su mayoría, la publicación de sus libros se debe más a la responsabilidad de un departamento de márketing que a uno literario. Qué libro de vampirillos va a enloquecer a la chaviza; qué novela de misterios que hablen mal de personajes célebres se va a vender como pan caliente; qué biografía histórica puede interesar a los pseudointelectuales.

Estos señores de las grandes editoriales pagan a 8 pesos la lectura de un libro. La corrección a 15. Y te piden que lo entregues en cinco días. Estos señores de las grandes editoriales cambian los títulos de los libros sin importar los deseos de sus autores —Umberto Eco se revuelve en su tumba— en función de las ventas. Estos señores miden su producción en números, en cifras: tantos libros por mes que se van a vender a tanto.
Por eso están llenos de erratas, por eso están impresos en hojas enormes con letra tamaño 14, para que se vean gordos y puedan costar más. Estos señores me producen migraña y me hacen sentir que todo mi trabajo de cuidado de la edición, de búsqueda de contenidos, de corrección gramatical para que las ideas sean claras no tiene ningún sentido: para qué me quemo las pestañas revisando con tal precisión si al fin y al cabo, mis libros nunca van a entrar en esas tablas de números negros y con varios ceros a la derecha.

Estos señores hacen que el problema de la falta de lectores se agrave todavía más: su oferta es pobrísima y sus costos, por el contrario, elevados. En el primer caso, si una persona busca acercarse a la lectura se va a topar sólo con los autores que ellos quieren, en gran medida, que no valen la pena; en el segundo, supongamos que hay entre su catálogo algún libro que nos interese, éste no va a bajar de los 250 pesos; con esa cantidad de dinero, una familia promedio come casi toda la semana. Por eso los libros son un lujo, y lo es aún más saber un poco de ellos.

En los días malos, me deprimo y siento que mi trabajo es insignificante, que de nada sirve si yo me peleo porque sólo aún tenga acento; para qué me desvelo si los libros que yo corrijo o edito van a tener tan pocos lectores. En los días peores sufro porque estos señores tengan secuestrado el medio y hayan hecho a un lado la literatura. En los días buenos siento que mi trabajo es casi como el de un orfebre, como el de un carpintero. Tal vez nadie lo valore, pero a mí me gusta. Amo la literatura, pero también, amo los libros.