LA OBSERVACIÓN DEL CIELO HA MARCADO, PARA TODAS LAS CULTURAS, el origen del registro de los ciclos temporales, la elaboración de los calendarios y la predicción de las variaciones estacionales, fundamentales para la agricultura y el uso de los recursos naturales. Las herramientas para medir y cuantificar estos ciclos han dado lugar a múltiples manifestaciones artísticas, científicas, culturales, literarias, tecnológicas y arquitectónicas que nos recuerdan constantemente nuestra relación con el universo.
Nuestro conocimiento del cosmos nos ha ido enseñando, a lo largo de los siglos, que habitamos un pequeño planeta que gira en torno a una estrella promedio, en las afueras de una galaxia común y corriente, si la comparamos con sus compañeras esparcidas por el universo. Sin embargo, hasta donde sabemos, somos el único planeta con vida basada en complejas moléculas orgánicas capaces de reproducirse por sí solas y que, mediante la selección natural durante unos cuantos miles de millones de años, ha logrado llegar al punto de cuestionar su propio origen.
En este andar, hay momentos clave que han ampliado el abanico de posibilidades de observación y de comprensión del universo. El primero fue el uso dado por Galileo a los adelantos en materia de óptica en los Países Bajos para mirar al cielo a través de un telescopio y darse cuenta de que no sólo se veía mejor, sino que se podía ver más. El segundo fue la certeza de que la luz que percibimos es sólo una fracción de algo más amplio y rico, el espectro electromagnético, que abarca desde las ondas de radio hasta los rayos gamma y permite ver fenómenos diversos, con temperaturas y características muy diferentes a lo que se aprecia a simple vista. Un tercero es el descubrimiento de otros espectros y mensajeros cósmicos, como las ondas gravitacionales y los neutrinos, mediante los cuales podemos observar eventos energéticos aún más exóticos.
En México, el deseo de observar el tránsito de Venus a finales del siglo XIX llevó a la creación del Observatorio Astronómico Nacional. Instalado en un inicio en el centro de la Ciudad de México y posteriormente en el Castillo de Chapultepec, el OAN se trasladó después a Tacubaya, luego a Tonantzintla, en Puebla, y finalmente a la Sierra de San Pedro Mártir, en Baja California. En términos institucionales, se incorporó a la UNAM en 1929 y se transformó en el Instituto de Astronomía en 1967. Hoy cuenta con una sede en Ciudad Universitaria, una en Ensenada, B. C., las dos estaciones en Tonantzintla y San Pedro Mártir, y dio lugar a la creación de otra sede en el campus Morelia, hoy convertida en el Instituto de Radioastronomía y Astrofísica. Además, fue fundamental en la creación y desarrollo del Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica, parte del sistema de centros públicos de investigación del gobierno federal.
La UNAM, como parte de su misión, mantiene, opera y mejora el OAN y participa en distintos proyectos nacionales e internacionales que fomentan no sólo la investigación en astronomía, sino también el progreso tecnológico, la educación, el fomento a las vocaciones y la difusión del conocimiento. El futuro que deseamos se construye año tras año, como nos lo recuerda esta Agenda universitaria 2024, pero con la mira puesta en el largo plazo. Ello requiere de la dedicación y compromiso de todas y todos los miembros de la comunidad universitaria, para lograr los objetivos que permitan cristalizarlo. Confiemos que así será y trabajemos en conjunto para lograrlo.