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Memoria y símbolo: la revelación visual de Sergio Hernández por Jesús Silva-Herzog Márquez

La imaginación de Sergio Hernández se ha nutrido de sueños propios y heredados. Objetos de la memoria que se evaporan hasta volverse símbolo. Mitos y pesadillas que se tuestan en arenas sin tiempo. Esqueletos que son esencia: persistencia más allá de la vida. Los trastos de la política, los cuentos de la historia no han sido los suyos. El tráfago del presente no aparece en su densa iconografía de ceremonias. Su lápiz, su pincel y su brocha han recreado esporas, greñas y caparazones. Fiestas, leyendas, poesía se transfiguran en su riquísimo vocabulario de surcos y pigmentos. Un breve recorrido de sus diálogos lo constata. Los sueños de la muerte de Quevedo y los relatos del Popol Vuh. Las guerras de Goya, la historia natural de Plinio el viejo, el ruedo del circo y los jardines del Bosco. Los usos, los abusos del poder apenas se habían asomado a la espesura de sus arquetipos. Habrá sido el 2006, el año del sitio de Oaxaca, el año de las barricadas y de la represión, lo que puso frente a sus ojos que la política puede ser una expansión de la pesadilla. En estos pasillos pueden encontrarse piezas que nombran poéticamente el presente: retratos de un tiempo bárbaro.

El artista deja constancia de su tiempo y por eso no puede más que denunciar el engaño, la arbitrariedad y el crimen que se adueñan de México. Tres personajes se incorporan a su universo visual. Juárez, Pinocho, el ajolote. Un monumento patriótico, un muñeco mentiroso, una salamandra que no crece. Los vemos aquí brincando de un cuadro a otro, jugando entre ellos. El pellizco de la ironía, del humor y también el látigo de la indignación están presentes en todos ellos. Juárez no es la montaña imperturbable que nos contempla. Es un Juárez peregrino, un niño que camina, un joven errante, un estadista que no abraza la constitución ni traza el horizonte porque anda cargando petates.

Su pintura de pronto se vuelve denuncia, sin perderse como creación. La violencia, la mentira, los abusos se asoman en la expresión reciente de Sergio Hernández con una contundencia extraordinaria. Los helicópteros de un sátrapa que lanzaban gases lacrimógenos sobre la ciudad son moluscos y escarabajos que, desde el cielo, arponean pulmones y corazones. La mancha que es México, sangra y llora. Lejos del panfleto, el tallador trasforma la rabia y la desolación en arte.

Nuestra sombra es de sangre porque el único rostro distinguible es el perfil de un arma. Todo es borroso; solo en la pistola hay nitidez. Reflejo perfecto de un país, al mismo tiempo, inerme y despiadado. Nos mira una constelación de víctimas. Pisamos polvo de muertos. Las tres estelas del Muro de la ignominia captan el duelo por la violencia del poder. El tríptico despliega una osamenta que es de México entero. En el país de las fosas clandestinas, en el país del “exceso de mortalidad,” Sergio Hernández da sepultura a los muertos con tierra de cielo. No los cuenta, los nombra.