Cuenta una antigua leyenda que Quetzalcóatl, el dios en forma de serpiente emplumada, bajó al inframundo y depositó su semen sobre unos huesos molidos para dar vida al hombre. Desde entonces, para nuestros antepasados los restos humanos simbolizan la semilla de la vida.
De hecho, el Día de Muertos, contrario a lo que todos piensan, se trata de una celebración a la vida por los elementos que maneja, como son las calaveritas, los huesos y el pan de muerto con los huesitos, planteó en entrevista para UNAM Global, Andrés Medina Hernández, del Instituto de Investigaciones Antropológicas.
Por su parte, Ana María Salazar, etnóloga del mismo instituto, comentó en entrevista que este día tiene dos percepciones. Por un lado, se trata de la mirada de algo tradicional con raíces prehispánicas nutrida de la presencia hispánica católica, y por el otro, un mundo folclórico, nuestro patrimonio cultural que ha servido para atraer al turismo.
Para Medina Hernández, esta fiesta tiene un origen mesoamericano y nos remite a las concepciones del tiempo y el espacio de estos pueblos.
El misticismo de México
El mito nos cuenta que en el Día de Muertos los difuntos regresan al mundo de los vivos, iluminados en su camino por las veladoras que les prenden. Acuden a visitar a su familia y a degustar sus platillos favoritos depositados en una ofrenda adornada con calaveritas, flores de cempasúchil, dulces, el tradicional pan de muerto y hasta refrescos.
Además de la vida, este día está ligado al maíz, por ejemplo, en el calendario agrícola se marcan las etapas de la semilla y cada una es una celebración.
La primera es la siembra, la segunda es la petición de lluvias por la propiciación de los elotes y la última es la cosecha, que es cuando se celebra el Día de Muertos. Se trata de fechas marcadas para grandes fiestas, y con la cultura española se asocia con algunos santos, explicó Medina Hernández.
Por ejemplo, la bendición de las semillas se liga con la Candelaria, donde se invoca a las lluvias con la Santa Cruz; la petición de los elotes con la Virgen de la Asunción San Miguel, donde se incorporan características de Tláloc y la lluvia; y finalmente, la gran fiesta de la cosecha, con el Día de los Muertos.
La ofrenda
De acuerdo con ambos investigadores, las ofrendas son frondosas, abundantes y con muchos referentes sobre la vida de estas almas. Se trata de una celebración muy antigua donde el pasado y el presente se unen.
Además, tiene una enorme densidad simbólica porque generalmente se pone en una mesa y tiene comida de varios tipos, encontramos las flores de cempasúchil, el pan de muerto, los dulces, y algo muy importante que es la presencia de los huesos, desde las calaveritas hasta el pan de muerto que significan la semilla de la vida.
Para Andrés Medina, durante el Día de Muertos encontraremos diferentes ámbitos. Entre ellos, destaca el doméstico, donde las familias preparan una ofrenda para los muertos, y generalmente, distinguen a los pequeños de los adultos, a los fallecidos por un accidente e incluso hasta aquellos que no tienen familia que los recuerde.
A juicio de Ana María Salazar, este día también sirve como reflexión, no solamente para acercarnos con nuestros antepasados con los altares, sino también hacer gala de una serie de aspectos rituales como son misas, rezos, cantos e incluso música.
Ahora bien, destacó Medina Hernández, existen también las visitas al panteón, donde la gente acude ese día para celebrar con los muertos en sus tumbas, las limpian y les llevan comida. Regularmente, ahí se reúne la familia, y conversan con sus difuntos.
Nuestra cultura
La tradición del Día de Muertos se ha enriquecido a través del tiempo y con la formación social mexicana, no es solamente el mundo prehispánico, sino también aspectos cotidianos. La ritualidad se ha movido de tal manera que en un altar familiar encontramos elementos prehispánicos, coloniales y modernos, afirmó Ana María Salazar.
Por ejemplo, los huesos son prehispánicos, algunas comidas como el mole son coloniales, y los refrescos muy actuales. Entonces, añadió la investigadora, los altares son un reflejo fiel de lo ocurrido en los procesos socio-culturales a los que estamos expuestos como población y nación.
Así, explicó Ana María Salazar, es muy diversa la riqueza cultural que tenemos porque existen 60 grupos lingüísticos, y a su vez, grupos indígenas que se encuentran en un proceso histórico que los ha integrado, pero también están los procesos de reconocimiento étnico, lo cual permite asegurar la continuidad histórica y cultural de estas formas de expresión cultural.
A nivel regional, existe una expresión local vinculada con los recursos obtenidos en el proceso de cosecha productivo, y además existen otros elementos que son integrados en los altares de acuerdo al gusto de los difuntos, destacó.
De hecho, agregó Salazar, siempre tenemos una relación con el pasado, pero también con nuestros ancestros. Y se trata de una manera de agradecer al tema de la vida.
En palabras de Medina Hernández, durante los años 30 algunos artistas comenzaron a difundir esta fiesta, quienes dieron otro tipo de interpretaciones. Por ejemplo, Diego Rivera expone el canibalismo exagerado para llamar la atención, además rescata las calaveras de José Guadalupe Posada.
Así, Rivera le da un lugar importante a La Catrina que aparece en su pintura y permite ese juego con la cultura mexicana. Pero sobre todo, resalta la apropiación de la tradición mesoamericana con una forma nacionalista donde destaca que los mexicanos no le tenemos miedo a la muerte.
El pan de muerto
Sobre el pan de muerto existen varias historias, y no podríamos saber si realmente son verdad, destacó Sarah Bak-Geller Corona, investigadora del Instituto de Investigaciones Antropológicas.
Una de las leyendas que se le atribuye es que se asemeja al corazón que era sacado de las personas sacrificadas en el antiguo México-Tenochtitlán, evento realizado al final de temporada seca, y donde se decoraban ofrendas a Huitzilopochtli (deidad asociada con el Sol) y Tezcatlipoca (señor del cielo y la tierra). No obstante, el pan de muerto más bien tiene un origen cristiano-europeo.
En la Ciudad de México tiene forma redonda, que da un sentido de continuidad entre la vida y la muerte. Arriba tiene un pedacito redondo asemejado al cráneo y a sus lados caen unas especies de lágrimas que concebimos como huesitos de calavera.
Tradicionalmente se confeccionaba con agua de azahar y ahora también percibimos un sabor característico de anís, con un toque de canela y azúcar esparcida.
También, existen otros tipos, por ejemplo, en Oaxaca tiene una forma diferente y está hecho de huevo con pequeñas figuritas de cráneos insertados arriba. Se comparte en todo tipo de comunidades, desde las familias hasta en las oficinas, y es una tradición mexicana muy visible, concluyó Bak-Geller Corona.