Hay películas que se aparecen en el camino de cualquier cinéfilo, basta preguntar un poco en los primeros años de la adolescencia para llegar a ellas. Todos tienen su lista personal de aquellos títulos que marcaron esa etapa de transformación, particulares y, sin embargo, universales. La Naranja Mecánica, El club de la pelea, Trainspotting, Taxi Driver, etc. Pink Floyd – The Wall es una de esas cintas que forman parte del ritual. Como una herencia que pasa entre generaciones conectándolas, uniendo experiencias como reflejo de nuestra inescapable colectividad.
El décimo primero disco de Pink Floyd está marcado por la ambición, como muchos de los trabajos creados por la banda británica durante los años 70. Estamos ante una ópera rock, estrenada el 30 de noviembre de 1979, sobre un hombre inseguro que cuestiona todo: su educación, gobierno, progenitores, futuro, presente, la fama, el público, todo.
Usando las letras de Roger Waters como base, el trabajo estaba acompañado por un asombroso espectáculo en vivo, donde la escenografía evocaba los paisajes tejidos por la música. El mismo Waters lo rejuvenecería y convertiría en una suntuosa exhibición de pirotecnia y tecnología para recorrer el mundo durante el 2016 y el 2017, gira que tocó el Zócalo de la Ciudad de México.
El proyecto generó una buena base de fanáticos desde el año de su estreno, convirtiéndose en objeto indispensable de dormitorios universitarios y amantes del rock por igual, llegó al número 3 de las listas de ventas en el Reino Unido. Desde la concepción del disco, los miembros de Pink Floyd tuvieron la idea de convertirlo en una película, aunque su idea original no pasaba de mezclar el material en vivo de los conciertos y su imponente escenografía con imágenes del dibujante Gerald Scarfe.
La producción mutó varias veces –en alguna dimensión paralela el protagonista es Roger Waters– hasta concretarse en el largometraje que conocemos actualmente, donde Bob Geldof (creador de los conciertos humanitarios Band Aid) interpreta al personaje principal, Pink, una estrella de rock que entra en una fuerte crisis existencial gracias a la muerte de su padre y la inseguridad que siente sobre el escenario.
El director de la cinta, Alan Parker (Fame, Evita), tuvo una relación tensa con Waters durante la filmación de la película gracias a las diferencias creativas entre ambos (nada sorprendente si tomamos en cuenta que unos años después el bajista se separaría de su banda alegando “diferencias irreconciliables” con el resto de los miembros, en especial con el guitarrista David Gilmour), sin embargo logró superar los conflictos y la película se estrenó Fuera de Competencia en el Festival de Cannes 1982 y posteriormente al resto del público el 14 de julio del mismo año.
Pink Floyd – The Wall es un viaje a la mente de su conflictuado protagonista. Un hombre acosado por su pasado, incapaz de superarlo y mantener una relación estable con su público y el mundo que le rodea. Perseguido por los recuerdos de su madre, su conciencia se hunde lentamente en los laberintos de su memoria, donde maestros y figuras de autoridad reprimen su individualidad. Es así que las imágenes de la película mezclan por igual elaboradas animaciones cargadas de sexualidad y pesimismo, con imaginería nazi en las dionisiacas presentaciones de Pink.
La intención de Parker es brindarnos la oportunidad de reflejar en el universo creado por Roger Waters nuestros propios traumas al crecer. Encontrar empatía en una figura que pareciera no desearla. Esa es la clave para que décadas después ser proyectada por primera vez Pink Floyd – The Wall sigue encontrando acólitos, jóvenes deseosos de expandir su conciencia, de hallar un poco de sentido al caos que eternamente nos envuelve.