El tío ya no lo aguantó. Era la vergüenza de la familia. Así que decidió meterlo a un centro de internamiento para adictos. Llamó con alguien y rápido llegó la voladora: una camioneta cerrada con siete jóvenes que lo tumbaron a empujones y patadas, lo ataron con manos y brazos y luego de someterlo, lo metieron al vehículo para llevárselo. Salieron de ahí hechos la mocha y apenas el polvo marcó la partida.
Llegaron y lo siguieron tundiendo. Se acercó alguien que parecía el que mandaba. Bien vestido, alto, con voz gruesa. Todos se detuvieron frente a él, casi cuadrándose. Bola negra, dijo. Y todos reiniciaron los golpes. Esta vez le cortaron parte de la espalda y le abrieron la cabeza. Al diagnóstico se agregó fractura de clavícula. Se quedó ahí, tendido. Le dieron paracetamol y le gritaron al segundo día ya levántate güevón. Órale, este no es un hotel.
Lo sacudieron, le dieron polvo y reaccionó. Vámonos, tenemos que ir en la voladora por otros dos. Eso era la bola negra y él debía aplicársela a otros. De lo contrario, se lo harían de nuevo. Repartió tantos chingazos como bolas negras y fue así que logró que lo incluyeran entre los invitados a las fiestas. Otro nivel. Cerveza, yerba y perico. Las mujeres que del área femenil también estaban para ellos. Podían bailar y drogarse, y luego entrar sin permiso en sus oquedades. Una vez en la burbuja nebulosa de los viajes fantásticos no había manera de oponer resistencia.
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