Una tempestad rugiente en el cerebro. El derrumbe. Las mazmorras del espíritu. La depresión, el desorden químico, la enfermedad mental. La pesadilla con los ojos abiertos convertida en insomnio. El escritor William Styron describe así a la depresión, su depresión. En su libro “Esa visible oscuridad. Memoria de la locura” relata su lucha contra esta enfermedad mental. Una lucha sin tregua, sin tranquilidad, un mar abierto infestado de tiburones y de tormentas.
El paciente vive una guerra en la que sus armas son la terapia y los medicamentos. 50 minutos de sesión, de oxígeno, con alguien que intentará entrar en su alma. Styron se enfrenta todos los días a la tortura del insomnio. Esas largas noches en las que el silencio es perturbador, donde el reloj avanza y lo único que se desea es unas cuantas horas de sueño.
La enfermedad cerca a Styron: “La meteorología de la depresión no conoce variaciones, su luz está mermada por la restricción del voltaje”. Y paraliza. En ocasiones sólo buscaba llegar a la cama y se acostaba mirando horas el techo.
Antes del diagnóstico su ansiedad la calmaba con el alcohol. La euforia sosegada. Un día dejó de funcionar y vino una tristeza infinita: “He sentido el viento del ala de la locura”.
Los placeres cotidianos se van. Se come, si se cuenta con energías, para subsistir. El rostro se endurece, la angustia inunda la mirada. Styron cuenta cómo de una revista le pidieron repetir una sesión de fotos: su mirada era pura tristeza. Vienen los autosabotajes, el cheque perdido del premio literario.
El autor de “Las confesiones de Nat Turner” comparte un testimonio valiente, el descenso a los infiernos de un ser humano: “La muerte era ya una presencia diaria que soplaba sobre mí en frías ráfagas”.