Tradición que data desde tiempos prehispánicos, compite, por así decirlo, con el Halloween de los Estados Unidos, pero nuestro rito –celebrado por mexicas, aztecas, mayas, purépechas y totonacas– se ha enraizado en nuestra cultura y si antes en los festejos se exponían cráneos, se colocaban ofrendas florales, con el infaltable cempazúchitl, objetos de los parientes fallecidos y en medio de veladoras se les ofrecían sus comidas y bebidas preferidas, ahora –además de asistir a los panteones para recordarlos y convivir con los muertos– hay una fiesta de colores, donde las catrinas (representación urbana del sincretismo de las culturas indígenas y española, creada por José Guadalupe Posada y bautizada por Diego Rivera) son las que marcan la pauta.
Imprescindibles en estas fechas son las veladoras, las jocosas rimas de calaveritas, las calaveras de azúcar, las ofrendas, la música, los altares de muertos, las decoraciones, las plegarias y el pan de muerto, la broma fácil, la comida… Todo para celebrar a la huesuda, la calaca, la parca, o como se le quiera mentar.
Arraigada en la cultura mexicana moderna, en 2003, la celebración del Día de Muertos en las comunidades indígenas mexicanas entró a formar parte de la lista del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO, que quiere así que “sus actores tengan clara conciencia de su valor”.
El Día de Muertos sirve para recordar, honrar y celebrar la vida, tratando de apartar lo más posible a la muerte.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]