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Una historia que lleva mucho tiempo guardada y hoy quise contar

La segunda vez que tuve sexo en la vida, me embaracé. Tenía 18 años y acababa de entrar a la universidad. Estudiaba filosofía en la Ciudad Universitaria de la UNAM y tenía la intención de especializarme en filosofía del arte. Recuerdo que mi novio de ese entonces y yo compramos una prueba de embarazo en Sanborns y en el mismo baño de Sanborns me la apliqué. Qué resultado positivo tan negativo, pensé. Me habría reído de no haber sido porque mi vida parecía permanentemente arruinada.

En cuestión de días alguien nos apuntó hacia una ginecóloga que tenía fama de dar recetas de Misoprostol. Uno creería que era una defensora de los derechos de las mujeres, pero al estar frente a ella me di cuenta de que solo obtenía dinero de chicas que necesitaban su ayuda. Me sentí juzgada y triste, pero afortunadamente mi novio estuvo a mi lado todo el tiempo.

Y, sin embargo, sabía que estaba sola. El apoyo de un hombre en una situación como esta es una fortuna, sin duda, pero lo cierto es que nadie entiende como tú lo que estás pasando. A fin de cuentas, tu cuerpo es el que está hospedando una nueva vida, el que va a padecer todos los cambios. Es medio gracioso que algunos filólogos piensen que “padecer” y “pasión” vienen de la misma raíz etimológica: pathos. Primero viene la pasión y luego el padecimiento.

Después de ver a la ginecóloga, compramos las pastillas y nos metimos a un hotel en el centro. Al poco rato me introduje las pastillas según las instrucciones vagas de la doctora y me acosté a esperar. Mi novio se acostó a mi lado y se quedó dormido. Profundamente dormido. Así que yo me quedé sola, mirando el techo, esperando el dolor que la ginecóloga me había asegurado llegaría. Cuando los cólicos empezaron, no quise despertar al dude junto a mí. Decidí que quería superar esto yo sola y lloré en voz muy bajita y tapándome la boca. A la fecha no sé por qué lo hice. Durante todo el proceso sentí que tenía que sufrir por “lo que había hecho”. Tenía que “pagar”. Mi educación católica debe haber ayudado a que sintiera que estaba cometiendo el peor pecado del que se tuviera registro. Después de llorar y pensar en cuántas cosas podían salir mal, me quedé dormida.

Hoy desperté y tomé el celular. Lo primero que abrí fue Twitter y frente a mis ojos desfilaron los videos y fotografías de las mujeres argentinas que salieron a las calles de Buenos Aires para esperar la deliberación de sus representantes respecto a la despenalización del aborto. De inmediato pensé en la Sofía que abortó en un hotelucho del centro de la Ciudad de México y me puse a llorar. Lloré porque recordé esa mezcla de vergüenza, culpabilidad y soledad que ninguna mujer debería experimentar jamás. Ninguna. Y ver a tantas mujeres entendiéndolo y luchando por evitar que lo que yo sentí se repita me conmovió indeciblemente.

En algún lado leí hoy que sobrevivir a un aborto es un privilegio de clase. Tuve el privilegio de sobrevivir a no querer ser mamá. Pero todas deberíamos poder seguir viviendo la vida que elijamos. Sin vergüenza, sin culpabilidad, sin soledad.

 

Texto original: https://medium.com/@SofTellez

Autora: https://twitter.com/SofTellez