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Se intenta arrebatarle a las mujeres sus logros y borrarlas de la historia de la ciencia


Cuando Gabriela Frías se enteró de que iba a tener una hija de inmediato supo que la llamaría Sofía, en parte por Sophie Germain (1776-1831), la física francesa que adoptó el nombre de “señor Le Blanc” para cartearse con Carl Friedrich Gauss debido a que en aquella época se le prohibía a las mujeres dedicarse a la ciencia, y en parte por Sofía Kovalevskaya (1850-1891), la matemática rusa que burló todas las trabas que le ponían para estudiar y quien, pese a ser una de las mentes más brillantes del siglo XIX, en su país sólo se le permitía dar clase en secundaria pues una mujer no podía enseñar en la universidad.

Para la divulgadora, ambos casos ejemplifican muy bien algo que se ha repetido desde siempre: la intención de excluir a las mujeres de la ciencia, ya sea colocándoles en el camino toda clase de obstáculos, haciéndolas creer que no tienen capacidad para el conocimiento o la inventiva, apropiándose de sus descubrimientos o simplemente borrándolas de los libros de texto y de los anales de la historia.

“A esto se le conoce como el Efecto Matilda –apunta Gabriela Frías Villegas–, un fenómeno sociológico bautizado así en honor de Matilda Josly Gage (1826-1898), una sufragista estadounidense que no se cansaba de señalar cómo se le negaba reconocimiento y oportunidades a la mitad de la humanidad tan sólo por una cuestión de género”.

Donde se explica esto por primera vez es en el ensayo La mujer como inventora, de 1883, en el que la misma Matilda Gage denuncia cómo la historia ha sido distorsionada para hacer de los varones los protagonistas de todo avance científico y para invisibilizar los aportes femeninos, creando así un discurso oficial saturado de tetosterona.

A fin de frenar esta inercia, cada 11 de febrero se conmemora el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, ello con la finalidad de motivar a las estudiantes a dedicarse a alguna de estas disciplinas y para hablar de todas aquellas científicas y creadoras que, pese a su importancia, son casi unas desconocidas para el gran público.

“Por ejemplo, ¿quién ha escuchado de Ada Byron (1815-1852)?, pregunta Gabriela Frías. Lo importante de ella no es que fuera hija de Lord Byron, sino que es la primera programadora de la historia, pues en pleno siglo XIX escribió un software y lo corrió en una protocomputadora, propuso usar tarjetas perforadas para alimentar a los ordenadores e incluso anticipó que más allá de hacer cálculos difíciles, estas máquinas servirían para escribir, hacer arte y oír música.  ¿Nos suena familiar? ¡Prácticamente estaba describiendo el futuro!”.

Como comunicadora en el Instituto de Ciencias Nucleares, a Gabriela Frías le gusta contar este tipo de hechos a cualquiera dispuesto a prestarle unos cuantos minutos e incluso le lee a la Sofía relatos donde las mujeres científicas son las heroínas, algo que sí funciona pues la pequeña, a sus cuatro años, ya sabe quién es Ada Byron y qué hizo.

Matilda Gage lo tenía claro: si la historia ha sido torcida para alardear sobre una falsa supremacía intelectual masculina, es labor de todos hacer visibles y reivindicar a todas estas mujeres borradas de los libros. “De esto va el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia”.

Lo que natura no da, Salamanca no presta

Podría pensarse que en pleno siglo XXI ya no hay quien quiera vetarle la entrada a las mujeres en los espacios de investigación, y menos entre gente tan preparada como los científicos, pero en 2015 –el mismo año en que la UNESCO instituyó el Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia– sir Tim Hunt (premio Nobel de Medicina 2001) se quejó de la presencia de las mujeres en los laboratorios porque “ellas se enamoran de uno, uno se enamora de ellas y, si les haces alguna crítica, lloran”.

“Las científicas han venido oyendo argumentos como éstos, o más descabellados, desde siempre. Basta con leer la vida de Emmy Noether (1882-1935), la madre del álgebra abstracta, para enterarse de que a ella se le llegó a reprochar que su presencia en las universidades alemanas era una falta de respeto a los hombres que volvían de la guerra, y que se le advirtió que podía quedar estéril de tanto estudiar”.

En fechas recientes Gabriela Frías se ha dedicado a documentar casos como estos para añadirlos a un libro que se niega a salir del tintero, pero que muy pronto lo hará, “y es que mientras más le rasco más cosas se van añadiendo a este ya muy largo listado de injusticias”.

Ejemplo de ello es Lisa Meitner (1878-1968), a quien no se le reconoció haber descubierto la fisión nuclear debido a que Otto Hahn publicó los resultados con su nombre y omitió el de su colaboradora. Hahn recibiría el Nobel en 1944 por dicho hallazgo y, aún teniendo la oportunidad, nunca le aclaró a la Academia que se trataba de un trabajo conjunto.

Algo parecido le sucedió a Rosalind Franklin (1920-1958), quien fotografió el ácido desoxirribonucleico, captando por primera vez su estructura de doble hélice. Dos compañeros de laboratorio le robarían la foto y, a partir de ella, desarrollarían un modelo tridimensional del ADN, labor por la cual recibirían el Nobel de Medicina en 1962. Esos colegas eran James Watson y Francis Crick, quienes nunca se dieron tiempo para darle crédito a Rosalind, pero sí lo tuvieron para declarar –al menos Watson lo hizo en un par de ocasiones– “que los negros son menos inteligentes que los blancos debido a su información genética”.

Y ni siquiera Albert Einstein escapó de conductas reprochables, pues pese a la fuerte sospecha de que Mileva Maric (su primera esposa) colaboró en sus trabajos sobre la relatividad, éste la obligó a dejar la física para dedicarse a las labores del hogar e incluso le impuso un contrato en el que acordaba seguir casado con ella sólo si Mileva se comprometía a: lavarle y plancharle la ropa, prepararle tres comidas al día y a no esperar de él ninguna muestra de cariño o de afecto.

Para Gabriela Frías, sumergirse en estas historias la ha llevado a decepcionarse de gente que admira, como Carl Sagan, de quien recién supo que le exigió a su primera esposa, Lynn Margulis (1938-2011), abandonar su carrera y sus clases universitarias para dedicarse a cuidar la casa. “El final aquí fue feliz, o al menos lo fue para Margulis, quien se divorció de Sagan, desarrolló una notable vida académica y terminó siendo una de las biólogas más importantes de los Estados Unidos”.

#NoMoreMatildas

De 1901 a la fecha, 601 hombres han ganado un Nobel en ciencias mientras que sólo 23 mujeres han logrado lo mismo (es decir, el 3.83 por ciento), y de las 60 medallas Fields otorgadas (galardón llamado el Nobel de las matemáticas) sólo una ha sido para alguien de género femenino (el 1.67 por ciento). Esta falta de representación hace que las menores difícilmente encuentren a personajes de su mismo sexo con los cuales puedan identificarse y que las inviten a lograr algo parecido.

“Cuando termino de dar una charla y se me acerca una niña casi siempre viene con la misma pregunta: ¿yo, siendo mujer, me puedo dedicar a la ciencia?, y si lo único que han visto son hombres científicos o ingenieros, es complicado mostrarles que sí”, explica Gabriela Frías.

A fin de contrarrestar esta tendencia, la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas (de España) lanzó la campaña #NoMoreMatildas, iniciativa que surge tras determinar que en los libros leídos en las escuelas españolas las mujeres ocupan apenas el 7.6 por ciento de los contenidos, lo cual ha provocado que sólo un 28.5 de los estudiantes de las carreras de ciencia en ese país, sea femenino.

Y en México sucede algo similar: en nuestros libros de texto la aparición de varones científicos viene a ser la regla, y la presencia de mujeres, la excepción. Ello explica que en una encuesta de hace apenas nueve meses y aplicada entre 10 mil alumnas de tercero de preparatoria de la Ciudad y del Estado de México, sólo 618 de ellas se dijeran interesadas en estudiar una carrera relacionada con las ciencias.

Para evitar que su hija desarrolle esta falta de interés, Gabriela Villegas no sólo le habla a Sofía de ciencia, sino que hace experimentos con ella: ambas ya han construido volcanes que hacen erupción al vertirle vinagre al bicarbonato; han hecho nevar en su casa con polímeros idénticos a los copos que caen del cielo; han mirado eclipses de Luna y lluvias de estrellas desde su patio, y han cazado bichos tan sólo para ponerlos bajo el microscopio y volverlos a liberar.

“A sus cuatro años, a ella le gustan mucho este tipo de actividades y siempre quiere más”, dice, y por ello, para la divulgadora, conmemorar este 11 de febrero es una oportunidad para ensayar con otras niñas aquello que a diario hace con su hija, es decir, mostrarles que la ciencia es algo divertido que además de dar conocimiento, se puede disfrutar.

Ése es el reto –señala Gabriela Villegas–, evitar que haya tantas Matildas (y lograr que en vez de eso haya más Sofías), y eso pasa por visibilizar el trabajo de las mujeres en la ciencia para que las nuevas generaciones tengan modelos femeninos con los cuales identificarse, y que sepan que éste es un camino que ellas también pueden transitar.