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Maratón de la CDMX, una carrera no para quienes llegan primero, sino para los que llegan

El maratón que sirvió de clausura a las Olimpiadas de 1968 es tan peculiar que dejó grabado en el imaginario colectivo el recuerdo no de quien obtuvo el primer lugar y se llevó el oro, sino de quien llegó al último y se robó el aplauso de quienes permanecían en un estadio de Ciudad Universitaria semivacío y a punto de ser desalojado. El héroe de aquel 20 de octubre fue el tanzano John Stephen Akhwari, un renqueante competidor que, pese a tener una rodilla y un tobillo que le provocaban oleadas de dolor a cada paso, y un hombro dislocado que no dejaba de punzarle, ignoró el sufrimiento y los cronómetros y avanzó como pudo hasta cruzar la meta.

Para conmemorar el medio siglo de aquel evento, en 2013 la UNAM y el gobierno capitalino acordaron realizar seis maratones que ya no tendrían por destino la plancha del Zócalo —como era tradición desde los 80—  sino el Estadio Olímpico de CU, y en dar cada año a los participantes una medalla en forma de letra con la tipografía diseñada por el estadounidense Lance Wyman para los juegos del 68. El objetivo era formar la secuencia M, E, X, I, C, así hasta 2018, cuando se entregaría una O que —para algunos— también representaba al número cero con el que cierra toda cuenta regresiva.

Finalmente llegó el momento de cerrar ciclos y como pasó con Akhwari, la carrera del domingo ya comienza a perfilarse como una de las más recordada por ser la última de la serie y por ser la primera que abrió sus puertas a quienes, sin estar en posibilidad de correrlos, estaban dispuestos a hacer los 42.195 kilómetros en su totalidad. En esta ocasión la ruta fue “walker friendly” y, como nunca antes, esta edición convocó a familias enteras que decidieron acompañarse de la Plaza de la Constitución a Ciudad Universitaria, como los Orozco, un grupo formado por tres generaciones donde el abuelo pedía a su hijo y nieto que no lo apuraran y reclamaba en broma: “Como decía José Alfredo, no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar”.

Esta apertura explica que el Maratón de la CDMX haya pasado en poco de tiempo del lugar 300 al nueve a nivel mundial en cuanto a participantes, y es que en esta ocasión hubiera 42 mil 195 inscritos (o al menos eso aseguraban los organizadores para hacer coincidir la cifra con el número de metros del recorrido; después se sabría que los registrados fueron en realidad 38 mil 336), pero más que los rankings, aquí lo importante fue lo variado de quienes recorrieron invadieron las calles, como el señor González de Oaxaca, apodado “Speedy” por su habilidad para trotar con muletas y usar un sombrero de paja y ala ancha, como el del ratón de caricatura, sólo que éste tenía bordada la frase: “Maratonista con discapacidad”.

“He visto pasar de todo, papás empujando carriolas con todo y bebé, ancianos, gente disfrazada de superhéroe, un escuadrón de cadetes de la SSP y hasta a un grupo de raperos improvisando rimas con música que salía de una bocina portátil”, relata Laura Prado, una joven que salió por un café a la Condesa y en vez de ocupar una mesa en el local decidió pedir su macchiato en un vaso de cartón y acomodarse al lado de la ruta “para observar el espectáculo”.

Los otros participantes

Desde el sábado en la noche, Beatriz Flores colocó recipientes con agua en el congelador y mandó temprano a dormir a Benjamín, su hijo de cinco años, diciéndole que despertarían temprano para ver la carrera. “Quiero que Benja sepa lo importante de practicar un deporte, por eso lo traje. No tenemos mucho dinero, pero aunque sea con hielo apoyamos”, dice la mujer mientras que observa cómo su pequeño sostiene un recipiente y lo ofrece a los corredores; de vez en cuando uno de ellos se acerca para tomar un cubo y frotárselo en el rostro o para metérselo en la boca y dejar que se derrita de a poco.

Según los organizadores, hubo alrededor de 200 mil personas a lo largo de la ruta ya sea como espectadores o como apoyo para ofrecer palabras de ánimo, algún dulce o una bebida. Cerca del kilómetro 12 un saxofonista tocaba “La vie en rose” en versión jazz y más adelante un conjunto de mariachi interpretaba “Mi ciudad”, el himno extraoficial de la Ciudad de México escrito en 1971 por Alejandro Salamonovitz (quien prefería que le dijeran Salas) y Guadalupe Trigo. La competencia transcurría en la calle, la fiesta estaba en las aceras.

Y es que para alentar a los participantes ese día se echó mano de todo. Hubo quienes sacaron las trompetas de cartón y banderas tricolores destinadas para el 15 de septiembre o quienes agitaban pancartas con frases alusivas a uno de los personajes literarios y cinematógrafos más queridos por los maratonistas: Forrest Gump. “Si él corrió tres años, dos meses, 14 días y 16 horas tú puedes con 42 kilómetros”, se veía en una cartulina, mientras que en otra se leía la frase “Run, Forrest, Run!”, acompañada de la foto de un Tom Hanks con gorra roja, cabello largo e hirsuto, y desaseadamente barbado.

Al preguntarle a Beatriz por qué decidió pasar su mañana de domingo con Benjamín viendo pasar a desconocidos ella comparte que sabe que nunca podrá completar un recorrido tan largo y que estar ahí la hace sentir parte de algo. Este tipo de contestaciones y saber que hay gente dispuesta a alentar a un completo extraño y de compartirle su tiempo y cuidados fue motivo de sorpresa para muchos, como le pasó al tuitero Piolo Juvera, quien desde su cuenta escribió.

“Sé nada sobre maratones, pero hoy solté varias lágrimas al ver a gente apoyando a gente; a porras reviviendo a maniquíes acalambrados y a chocolates levantando muertos… A humanos siendo humanos, pues. Sé nada sobre maratones, pero veo que esto no se trata de correr, sino de hacer volar”.

Más allá de la línea de meta

En su libro Hey Rube, el periodista Hunter S. Thompson escribía que un maratón es para competidores y no para ganadores. “Hablamos de algo único, pues aquí los mejores corredores del mundo están al mismo tiempo —y en la misma pista— con los amateurs, quienes tienen tantas oportunidades de triunfar como un jugador llanero de fin de semana intentando anotar un touchdown en la NFL”.

Quizá esta conciencia de que lo importante es someterse a prueba y no obtener una victoria explique el repudio de gran parte de la comunidad de maratonistas mexicanos hacia aquellos que se incorporan a media carrera o a quienes toman metro o taxi y descienden poco antes de la meta, fingen correr y reclaman una medalla. De hecho, a estas prácticas ya se les conoce como “hacer un Roberto Madrazo”, en alusión al escándalo en que se vio envuelto el político tabasqueño cuando en el Maratón de Berlín en 2007 llegó en primer lugar de la categoría varonil de 55 a 59 años, pero luego se constató que tomó un atajo que lo llevó del kilómetro 20 al 35.

“¡Tramposo!, ¡tramposo!”, se escuchaba cada vez que alguien salía de entre la multitud portando un número e intentaba mezclarse entre el bloque de corredores, y lo mismo cuando algún competidor aprovechaba que en Paseo de la Reforma el camino de ida y de vuelta eran paralelos y que el kilómetro 9 y el 29 sólo estaban separados por una cinta policial amarilla con la leyenda “No pase”, la cual no sirvió para disuadirlos, pues muchos la levantaban sin discreción para colarse y avanzar, casi por arte de magia, 20 km.

No es justo eso, opina el señor Adolfo, quien aprovechó que parte del recorrido atravesaba el bosque de Chapultepec para recuperar el aliento bajo la sombra de un árbol. “Es mi primer maratón. Mi esposa e hija me esperan en CU y no quisiera llegar con ellas sabiendo que hice algo chueco. Además, estoy por celebrar mis 50 años y quiero llegar a esa edad sabiendo que en realidad puedo con este reto”.

Miguel Rodríguez ha corrido en ediciones pasadas y en esta ocasión prefirió apoyar a su “club de runners” desde una mesa instalada en avenida Insurgentes. Él dijo no entender el sentido de acortar caminos y cruzar la meta sólo para tomarse una selfie y postearla junto con una frase motivacional. “La medalla tiene inscrita la palabra finisher para reconocer que finalizaste los 42 kilómetros; si haces algo indebido sólo para colgarte un adorno al cuello y tomarte una foto, al final te vas a casa con un trozo de metal carente de sentido y ni todos los likes de Facebook cambiarán eso”.

Que esta edición haya sido walking friendly y que se dieran nueve horas para concluir el recorrido hizo notorio que conforme avanzaba la tarde cada vez eran menos quienes corrían y más quienes caminaban o iban a trote lento, ya fuera porque así se habían propuesto esa estrategia desde un principio o porque se habían lesionado, pero no estaban dispuestos a abandonar.

Del maratón de 1968 queda una imagen icónica, la de un sufrido John Stephen Akhwari trotando para cruzar la meta con la pierna derecha vendada y una playera amarilla con el dorsal 36 adherido tanto al pecho como a la espalda, mientras el Estadio Olímpico de CU lo recibe con un sonoro aplauso de pie. Una escena parecida se repitió medio siglo después, sólo que el protagonista ahora fue Ramón Estrada, un hombre de 75 años que también llegó al último (con un tiempo de ocho horas y 46 minutos), y que al igual que el africano fue recibido con ovaciones provenientes de unas gradas casi vacías. 

Sobre por qué Akhwari no abandonó una competencia de la que, confesó, “al final sólo sentía dolor”, él mismo respondería: “Me mantuve porque mi país no me envió a 10 mil millas de distancia para empezar una carrera, me mandó a terminarla”. Por ésta y otras razones para muchos esta edición del Maratón de la CDMX, la 36 (el mismo número con el que corrió el tanzano hace 50 años en una coincidencia, ahora sí, fuera de guion), siempre será no la de los que cruzaron la meta primero o haciendo trampa, sino la de quienes, incluso llegando al último, en ningún momento se rindieron.