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Luchamos porque estamos vivas, y no sabemos hasta cuando

Cuando era niña pensaba que el ocho de marzo era un día para celebrar. Un día en el que las mujeres podíamos festejar y reconocer el camino recorrido hacia la equidad de género. Apreciaba que me felicitaran y me llenaba de orgullo ser mujer. Qué ingenua.

Crecí en una familia encabezada por mujeres, cosa que en la infancia me “alejó” del machismo de la sociedad. Mi mamá siempre nos dijo a mis hermanas y a mí que no había nada que no pudiéramos hacer y, en caso de que lo dudáramos, ella nos demostraba que todo era posible. Se movía en el medio de la política y encontró siempre la manera de abrirse camino “a pesar de” ser mujer. Nos educó como mujeres luchadoras y feministas desde el principio a través de su ejemplo.

Siguiendo su ejemplo en la escuela siempre luché por las pequeñas cosas. Pensaba que la equidad de género consistía en hacer entender a mis compañeros que las mujeres, o niñas, éramos igual de capaces; me enfurecía que se asumiera que los niños eran mejores en matemáticas, que los maestros pidieran sólo a los hombres que cargaran y acomodaran las sillas y bancas, y que las canchas de futbol estuvieran reservadas para los niños en la hora del recreo. Pensaba que la equidad de género era demostrar que yo también era buena en matemáticas, que podía cargar bancas y que me encantaba jugar futbol; que se trataba “sencillamente” de romper con los roles de género impuestos y tan arraigados a la sociedad. De nuevo, qué ingenua.

En tercero de secundaria, un compañero me acosaba de manera explícita; me decía cosas como “se me para cuando te veo” o “cuando me masturbo pienso en ti”. Al principio lo dejé pasar, hasta que decidió que era buena idea masturbarse en clase viéndome fijamente. Sin saber cómo reaccionar, hablé con mi hermana mayor y su novio para que me aconsejaran. Lo prudente hubiera sido reportarlo a la dirección, pero mi cuñado me pidió que le dijera quién era y, al día siguiente, a la hora del recreo lo levantó de la playera del uniforme y lo amenazó para que no se me volviera a acercar. Fue un acto escandaloso en el que se involucraron las autoridades; a los pocos minutos, estando en la oficina del prefecto, me dijo que se tomarían cartas en el asunto inmediatamente pero que “por favor procurara traer la falda del uniforme un poco más larga para no volver a provocarlo”. Me sentí enojada e impotente de que me culparan a mí de provocarlo; me pareció una incongruencia que la culpa fuera mía y de mi falda, cuando era la misma escuela la que me obligaba a usarla. Ésta no ha sido mi única experiencia de acoso, pero fue en la que empecé a entender que la lucha a la que yo me venía sumando desde años antes era mucho más grande que el poder o no cargar las bancas del salón.

Aunque en ese momento comprendí un poco más, jamás me imaginé lo profunda y dolorosa que sería la lucha feminista. No pensé que sería una lucha en la que no sólo buscaría que no me culparan por usar la falda del uniforme, o que no se culpara a las mujeres de ser víctimas de acoso y abuso sexual, sino en la que tendría que pedir que se respetaran mis derechos sobre mi cuerpo. No cruzó mi mente que tendría que exigir que se valorara, o al menos se respetara mi vida y la de todas las mujeres, y mucho menos me imaginé que saldría a marchar año tras año para pedir justicia por las miles de niñas y mujeres que han sido asesinadas por el simple hecho de ser mujeres.

Cada año, marzo me genera una serie de sentimientos encontrados; por un lado, me siento orgullosa, empoderada, amada y valiente. Por otro lado, siento miedo, impotencia, tristeza y coraje. Me siento orgullosa de ser mujer y de todo lo que las mujeres han y hemos logrado reclamar y reivindicar; me siento empoderada al alzar mi voz y seguir luchando; me siento acompañada y amada por todas las mujeres que se han unido a esta lucha; y me siento valiente de seguir aquí, día con día, sin rendirme.

También siento miedo de salir a marchar y de alzar la voz, porque conozco los riesgos que implica; siento impotencia por no poder hacer más, impotencia por no poder resolverlo todo o traer de regreso a todas las que ya no están; siento tristeza de pensar en las vidas que se han arrebatado como si no valieran nada; y siento mucho coraje por la forma en la que las autoridades y el gobierno han decidido reacccionar ante la gravedad del asunto, que su respuesta consista en ignorar algo que a mi parecer es obvio e impera atender.

Por un lado, me enorgullece que la exigencia de la lucha feminista nos ha dado el derecho al voto, el derecho a la educación, y tanto más, por otro, me enfurece que ahora tengamos que exigir el derecho a la vida. Por un lado, me siento acompañada y sorora hacia con todas las mujeres que forman parte de la lucha, por otro, me siento triste de las circunstancias que nos unen. Por un lado, me siento valiente y empoderada al alzar la voz y luchar, por otro, siento miedo de alzarla demasiado, siento miedo de ser la próxima.

Hace un año salí a marchar con mi mamá, mi hermana y otras mujeres importantes para mí; fue un día mágico, lleno de emociones encontradas, en el que me sentí acompañada, amada y empoderada. Este año decidí no salir a marchar, pero eso no quiere decir que la lucha haya cesado. Hoy me toca seguir exigiendo desde casa. Seguirme cuestionando e invitando a las y los demás a hacer lo mismo. Seguir alzando la voz para que no se culpe a más niñas y mujeres de usar la falda muy corta, sea o no la del uniforme; seguir exigiendo que se respete la vida de las mujeres como se respetan las canchas de fútbol en el recreo o las paredes de los monumentos; seguir exigiendo justicia por las que ya no están.

Mi lucha, mis sentimientos y mis pensares están presentes todo el año, pero definitivamente marzo los aviva aún más. Al igual que cuando era niña, pienso que el ocho de marzo es un día para reconocer el camino recorrido, y me sigo sintiendo orgullosa de ser mujer, pero ahora comprendo que, más que un día de celebración, es un día de conmemoración, lucha y exigencia. Que no es un día para felicitarnos, sino un día para desaprender y deconstruirnos. Ha sido ese cuestionamiento y deconstrucción lo que ha transformado mi ingenuidad en energía y coraje para seguir luchando.

*Mujer mexicana. Licenciada en Pedagogía por la Universidad Iberoamericana.