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La última clase de mi maestra

Hace unos días me encontré en una librería de viejo una antología de cuentos judíos que la maestra me prestó hace 22 años. En esa ocasión leí el libro en una semana y regresé por más. Leía los libros de su biblioteca y dejaba al final los que tenía que leer para la escuela. No importaba, sus recomendaciones eran mejores. Con mi maestra Toibe se discutían los libros en la sala, en la cocina, en el salón de clases, en los pasillos, camino al estacionamiento, en el teléfono. Nunca dejó de leer, nunca dejó de darle oportunidad a nuevos autores, ningún tema le era ajeno. Cuando se puso de moda leer El Capital en el Siglo XXI de Piketty ella ya lo había leído y pedía opiniones. “Lo siento maestra, no estoy al día como usted”, le dije.

Los años pasaron y yo también les llevaba libros. Don Hersch se había unido al club de lectura, le encantaba la novela negra. Cuando les conté que había un autor sueco llamado Henning Mankell que me encantaba aceptó mi recomendación. “Es muy sangriento, pero me gusta”, nos dijo en una de las tantas conversaciones que teníamos los sábados.

Los sábados calificábamos los trabajos de los alumnos, se convertían en horas de conversación. “¿Ya arreglaron el mundo?”, preguntaba Don Hersch y siempre se incorporaba a la plática. “Ya lo arreglamos”, le contestábamos. Sabíamos que no tiene arreglo.

Siempre que algún amigo o colega me recuerda que la UNAM estuvo cerrada durante diez meses sonrío y le digo: ahí hubiera estado, en primera fila, en las trincheras, haciendo guardias, cerrando escuelas y en las marchas para defender la educación pública y gratuita… pero conocí a la maestra y la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM ya no fue la misma para mi. No me hizo cambiar de opinión, pero me mostró que se puede luchar de muchas formas, que las lecciones en el aula son tan valiosas como una marcha, que las ideas se pueden defender de muchas formas.  Que formar a un ser humano es tan valioso como una protesta en las calles contra el sistema.

Cuando alguien se quejaba de su clase siempre le decía: aprenderás a leer y escribir. ¿Qué más quieres? Pocos querían leer el periódico a diario, enfrentarse a las preguntas de la maestra, a dominar a un tema, al rigor de la escritura. “Si sienten que es mucho trabajo dejen las otras cuatro materias y quédense con la mía”, nos recordaba.

La última conversación que tuve con mi maestra Celia Toibe Shoijet Weltman fue sobre la fecha límite de calificaciones. Así era mi maestra. Siempre pensaba en sus alumnos, la misma atención, el mismo cariño y empeño para preparar su clase, lo mismo si era un grupo de 50 alumnos que uno de dos… y sin salón, como lo fue en su último semestre de clases. La burocracia académica nunca le perdonó su independencia, su libertad, nunca fue parte de un grupo y siempre dijo con esa voz firme, que se escuchaba más allá del salón, lo que pensaba.

Las últimas clases las dio en una sala de juntas. No importaba. Ahí vimos durante dos sesiones la serie The Newsroom, fue la última clase que compartimos juntos. Estaba asombrada que una serie de televisión pudiera explicar tan claramente cómo funcionaba una sala de redacción de un noticiero. Me preguntó por más series y películas. Sé que ya tenía en su cabeza lo que daría el próximo semestre. Y en ese momento pensé lo que siempre había pensado desde que la conocí: quiero ser así, hacer planes sin pensar en el final de la vida.

 

***Palabras leídas durante la develación de la lápida de Celia Toibe Shoijet Weltman, catedrática de la UNAM por más de 40 años