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Identidad heredada: La Colonia que habita en nuestro cine

Paralelismos de la historia

“Es imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad. No perduraría”, escribe George Orwell en su obra maestra, 1984. “No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría”, afirma el autor británico. Sin embargo, la historia de México se las ha arreglado para erigirse aun entre sangre y desesperanza. Aquí los fantasmas del pasado han quedado tan cerca de nosotros que, muchas veces, las pesadillas del presente son, en esencia, exactamente iguales a las de la antigüedad. El cine, como una poderosa herramienta, ha intentado adentrarse en esos sentimientos —tan profundos y arraigados— sólo para mostrarnos los paralelismos que convierten 500 años de historia en apenas una fracción de segundo.

Dicen que la historia es contada por los vencedores y que la voz de los vencidos se va difuminando con el andar del tiempo. En una era en que la televisión se ha visto beneficiada con una apología desmedida del narcotráfico y la violencia, el cine ha tomado un camino completamente distinto, volteando hacia las víctimas; hacia los relatos que la memoria selectiva ha querido eliminar.

Las formas de represión más crueles que definieron la Conquista han sido las grandes protagonistas de la producción fílmica del país en los últimos veinte años. Durante este tiempo, a diferencia de las narcoseries y sus antihéroes, nuestro cine ha buscado retratar —y denunciar— la oscuridad y la adversidad que habitan en México.

¿Qué es lo que nos diferencia hoy de los colonos? ¿Qué tan podrido se necesita estar para asesinar a alguien por 200 pesos? ¿Cómo mirar a los ojos a la madre de quien ha sido tu víctima más reciente? En La libertad del diablo (2017), Everardo González nos coloca ante una serie de informantes que visten máscaras idénticas, con el fin de homologar su apariencia. Pero son ellos mismos, a través de sus palabras y de lo que emana de su mirada, quienes poco a poco se van diferenciando hasta construir un mosaico de voces e historias muy diversas, pero profundamente marcadas por la crueldad de la “guerra contra el narcotráfico”.

Es cierto que en este país en ocasiones las posibilidades de seguir adelante están tan polarizadas que se reducen a vivir o morir. El documental Tempestad, de Tatiana Huezo (2019), muestra esta realidad de una forma imposible de olvidar. Mediante la historia de dos mujeres, el filme narra la manera en que la injusticia y la violencia son capaces de apagar una vida. A una de las protagonistas nunca la observamos a cuadro. Su voz es acompañada por imágenes que tratan de ilustrar la pesadilla que narra. Y mientras vemos, por ejemplo, unos arbustos golpeados por un feroz viento, Adela cuenta cómo fue desplazada contra su voluntad a la violenta ciudad de Matamoros, Tamaulipas, para permanecer en una prisión controlada por narcotraficantes. El terror de sus palabras se une al relato de Miriam, una mujer payaso a quien la vitalidad se le ha esfumado del cuerpo. El crimen organizado le arrebató a su hija hace más de diez años y su mirada —ahogada en dolor— sólo se ilumina cuando reinicia la búsqueda de su familiar desaparecida.

Resulta imposible determinar todo lo que hemos perdido cuando una espada o un arma larga nos ha despojado de nuestra tranquilidad, nuestras costumbres y nuestra forma de entender el mundo. ¿A dónde huir cuando tu vida corre peligro? ¿Cómo enfrentarte a una realidad que no deja de rechazarte? En Club Amazonas (2016), Roberto Fiesco nos presenta a un sector inmigrante de la comunidad LGBT+ que, en la frontera sur de México, ha encontrado un pequeño refugio de los prejuicios y las persecuciones que buscan expulsarlo de un lugar al que difícilmente podrían llamar “hogar”.

En ese sitio, la desesperanza se percibe en el aire; especialmente cuando La Bestia, el famoso tren de la muerte, emprende su camino hacia el norte del país, cargando con cientos —quizá miles— de migrantes centroamericanos que desean llegar a los Estados Unidos en busca de una vida mejor. La jaula de oro (Diego Quemada-Díez, 2013) —ganadora de nueve premios Ariel, incluida mejor película— se construye con la historia de un grupo de jóvenes guatemaltecos que captura el espíritu de quienes viajan a bordo de un transporte ferroviario lleno de racismo, violencia y discriminación.

La violencia y la falta de oportunidades obligan a miles de personas a huir de casa. Y los hogares que dejan atrás quedan en tal abandono que ni los fantasmas de sus recuerdos se atreven a alojarse ahí. En uno de estos sitios desolados se enmarca la poderosa Sin señas particulares (2020), de Fernanda Valadez. Allí, donde nada ni nadie habita ya, la maldad arrasadora de los criminales es capaz de convertir un simple viaje en autobús en una auténtica pesadilla, o también de transformar pequeños destellos de esperanza en una guía hacia una realidad devastadora.

Pero aun en la peor adversidad hay narraciones llenas de una fortaleza indescriptible y admirable. Historias como Guerrero (Ludovic Bonleux, 2017) o Abrir la tierra (Alejandro Zuno, 2019) enaltecen el espíritu rebelde de quienes sacrifican todo por hallar a sus seres queridos. Aquí, en esta tierra despiadada, hay quienes no descansan hasta encontrar aunque sea un pequeño hueso —o una minúscula pieza dental— que les permita terminar con una zozobra que les ha quitado todo, incluido el miedo.

Las tres muertes de Marisela Escobedo (Carlos Pérez Osorio, 2020), por su parte, relata uno de los crímenes más indignantes y dolorosos de los últimos años. Sin embargo, la valentía incansable de su protagonista —una madre de familia que luchó hasta el final por evitar que el feminicidio de su hija quedara impune— se une al auge de un movimiento feminista, cada vez más fuerte e imparable, que exige vivir con tranquilidad en un país que muchas veces pareciera estar empeñado en extinguir a sus mujeres. Pero ellas siguen adelante, construyendo una voz que difícilmente se podrá silenciar.

“Mientras siga habiendo desprecio, despojo, muerte, encarcelamientos injustos para los que luchan por la vida, ahí va a haber organización”, dice María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy, cuando habla en el documental La Vocera (Luciana Kaplan, 2020). A partir de su candidatura presidencial en 2018, la cinta registra los testimonios de una comunidad invisibilizada durante años, pero con un espíritu inquebrantable que les permitirá seguir luchando. “Este documental deja ver la construcción de este México diferente que soñamos y anhelamos”, afirma Marichuy. “De eso se trata: de que la gente que no anduvo en este caminar se dé cuenta de lo que se vive en los pueblos y [sepa] por qué se está luchando”.

Tener una historia oficial que privilegia una sola voz lanza al olvido buena parte de los acontecimientos. Con un cine que ha intentado crear otras narrativas, ¿qué pasará con los relatos de aquellos que, en estos tiempos de crueldad, lo han perdido todo? ¿Cómo verá el mundo dentro de 500 años la vida con la que nos tocó lidiar? Quizá sí sea imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad, como decía Orwell. Pero él también anotó que, a pesar de todo, es posible encontrarse “en un lugar donde no haya oscuridad”. Y si hay una luz capaz de iluminar el camino, ésa es la que emana un proyector sobre una pantalla de cine; una herramienta artística y antropológica capaz de cambiarlo todo.