A Héctor Zagal le gusta decir que lleva una doble vida: una es la de todos conocida, ésa que hace que la gente lo tenga presente como novelista, analista político o titular de un programa de radio, y la otra, mucho más secreta, es la académica y transcurre en las aulas, donde imparte clases para jóvenes de bachillerato, licenciatura y posgrado.
“Estas facetas se complementan y son reflejo de una inquietud mía de adolescente, cuando me debatía entre estudiar Filosofía, Letras o Historia. Al final hice la primera carrera, pero mi inclinación por las otras opciones me ha acompañado siempre”.
Un ejemplo de cómo el doctor Zagal ha hecho confluir sus vocaciones se aprecia en las páginas de su libro más reciente, El inquisidor, donde retrata a una sociedad novohispana escandalizada por una serie de asesinatos inspirados en el Nuevo Testamento y por constatar que entre el clero y la aristocracia hay quienes leen a los filósofos franceses y a Lutero, pero que al mismo tiempo se solaza cuando uno de los suyos es condenado a arder en la hoguera.
“Esta novela es una ficción documentada, es decir, una trama que inventé y erigí sobre una urdimbre histórica (aunque con ciertas licencias), lo cual me permite explorar el enfrentamiento intelectual que pudo darse entre los jesuitas, que leían a pensadores modernos, y los dominicos, mucho más conservadores. Para ello me valí de dos protagonistas, el padre Xavier Goñi, de la Compañía de Jesús, y fray Joaquín Salazar, el inquisidor mayor”.
Sobre por qué elegir la Colonia como telón de fondo para este relato, el profesor de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la UNAM responde que un poco por hartazgo, “y lo digo porque ya basta que Walt Disney venga a contarnos nuestra historia y nos venda aventuras de piratas que tienen lugar en Campeche y Veracruz. El periodo novohispano es fascinante y ha sido poco explorado, por ejemplo, en esa época hubo revueltas de esclavos negros y un grupo de samuráis que vino desde Japón, pero de eso se habla muy poco”.
A fin de afianzar el andamiaje de su novela, el autor realizó una serie de investigaciones que lo llevaron a revisar documentos de la época, cotejar mapas de la Ciudad de México —“entonces ya más grande que París”— y a generar debates hipotéticos entre los filósofos medievales y escolásticos y la Ilustración francesa.
“No quise escribir un libro costumbrista y nostálgico, sino dibujar una Nueva España opulenta y apestosa donde las iglesias ornamentadas con oro colindaban con prostíbulos donde pululaba la sífilis, porque de eso está hecha la vida: de contraste y contradicción. Moverme en dichos escenarios me permitió hacer preguntas como ¿por qué los sacerdotes que predicaban la caridad torturaban a niños y ancianas?, ¿por qué hablaban de amor y quemaban a gente en la plaza pública? Justo eso es lo que posibilita la unión entre filosofía y literatura pues ambas persiguen un mismo objetivo: interpelar al ser humano”.
La ciudad como protagonista
En El Inquisidor los personajes caminan por escenarios fácilmente reconocibles, aunque trastocados por el tiempo, como la Plaza de Santo Domingo —donde estaba el Palacio de la Inquisición—; la fuente de Salto del Agua con todo y el ir y venir de los cántaros y el lodazal en derredor de ella, o la Calzada de los Misterios que, para unir a la capital con el Tepeyac se abría camino entre un pantano donde abundaban los mosquitos y las ranas.
“Viajar a Europa me abrió los ojos a lo importante de México. Por ejemplo, Madrid o París son impresionantes, pero sus centros históricos son de juguete al lado del nuestro, y a diferencia de Toledo, que es una ciudad museo, la nuestra es una ciudad viva que aún mantiene costumbres del Virreinato como la de agrupar gremios por calle, algo constatable cuando vamos a Victoria a comprar artículos eléctricos o Ayuntamiento si necesitamos algún artículo de plomería”.
Y es que, en su opinión, voltear al pasado es una forma de entender nuestro presente y a nosotros mismos. “Aquí llegaba la Nao de China, la plata de Zacatecas, la grana cochinilla de Oaxaca, el cacao de Guatemala y un dato no muy conocido es que en la Plaza de Santo Domingo teníamos el Consulado de Comerciantes, el cual era como el World Trade Center de Nueva York, pues en su momento fue uno de los centros comerciales más importantes del mundo”.
Por ello no extraña que la capital sea un personaje recurrente en todo lo que hace el autor, ya sea en su programa de radio (El banquete del doctor Zagal), en su producción teatral (el monólogo Imperio se presenta los fines de semana en al alcázar del Castillo de Chapultepec) y en libros como La ciudad de los secretos.
“No lo puedo evitar, soy orgullosamente chilango y me fascina no sólo vivir, sino haber crecido aquí. No obstante, la literatura mexicana no le ha hecho la suficiente justicia a la ciudad. Es cierto que tenemos la novela referencial La región más transparente, de Carlos Fuentes, y también algunos textos de Roberto Bolaño, pero aún no le hemos otorgado y reconocido su papel protagónico; es tiempo de hacerlo”.
Contra la barbarie del especialismo
Si le piden describir a un filósofo, Héctor Zagal suele hacer suyas las palabras de Daniel Innerarity y afirmar: “Es un especialista en conexiones”. Quizá por ello suele tender hilos entre los temas más diversos, además de ser un convencido de alternar lo creativo y lo académico y, en especial, la divulgación y la investigación. “Mi obra constantemente oscila entre lo filosófico y lo literario, y siempre busca puntos de encuentro entre asuntos aparentemente distantes”.
Y es que, para él, la capacidad de establecer puentes entre diferentes áreas y abrir vasos comunicantes entre disciplinas es crucial para erradicar un vicio enquistado en la academia, ese al que José Ortega y Gasset dedicó un capítulo en La rebelión de las masas y denominó “la barbarie del especialismo”, el cual lleva a ciertas personas a ser eruditos en un tema y pasmosamente ignorantes en todo lo demás.
En Estudio en escarlata, Sherlock Holmes se describe como el mejor detective y el mayor experto en criminalística y, sin embargo, confiesa no saber si la Tierra gira alrededor del Sol. Esta actitud, quizá no llevada a tales extremos, es la que el profesor critica en muchos académicos que, al ir acumulando grados, parecen olvidar su paso por el bachillerato y la formación general que éste conlleva.
El doctor Zagal se inició en la docencia hace 33 años, en una preparatoria, y aunque hoy imparte materias en el posgrado de la FFyL y en otras universidades, jamás ha dejado de dar clases a los adolescentes, y eso es por convicción, ya que el reto de enseñar a los muy jóvenes lo ha obligado a explicar lo complejo con lenguaje comprensible, “y eso, para mí, ha sido un gran aprendizaje”.
A decir del académico, se necesitan maneras especiales para que un alumno de 16 años entienda a Husserl, uno de 17 a Heidegger o uno de 15 el modus ponendo ponens. “La tarea no es fácil, pero me gusta; además, esto me inserta en este vaivén de investigar lo que divulgo —de lo contrario sólo hablaría de generalidades— y de divulgar lo que investigo —no hacerlo sólo me encerraría en una torre de marfil”.
Por ello, para no perder la formación general en aras de ser muy académicos el autor propone evitar el aislamiento intelectual, observar cómo cada cosa entra en contacto con las demás, y contextualizar las especialidades. “Podría dar ejemplos, pero para exponerlo con sencillez diré que un profesor universitario, por más títulos acumulados, debe conservar su cultura de bachillerato”.
Héctor Zagal sabe escribir filosofía para expertos —“tengo artículos con títulos tan poco atractivos como La teoría de la inducción en Aristóteles o El papel de la eutrapedia en la Ética a Nicómaco”— y también hablarle a cualquier persona con libros lúdicos como Gula y cultura o a través de su programa sabatino de radio, y ello le ha ganado audiencias cada día más amplias. “Me gusta tocar todo tipo de asuntos —al menos en humanidades, divulgar ciencia no sé— y llegar a públicos variados. Al final eso hace un filósofo, establecer conexiones, y no sólo entre temas, sino con la gente”.