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LOS GUARDIANES DEL BOSQUE DE OYAMELES

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  • Vecinos de una comunidad cercana al Desierto de los Leones y científicos de la UNAM han unido fuerzas para reforestar uno de los pulmones más importantes de la Ciudad de México

En abril de 1998, hubo un incendio forestal en las inmediaciones del Parque Nacional Desierto de los Leones que se prolongó durante 15 días y afectó 540 hectáreas y al asentamiento aledaño de Santa Rosa Xochiac, además de dejar tras de sí gran cantidad de arbolado muerto. Las autoridades determinaron que el fuego fue provocado.

“Es importante que los citadinos sepan que aquí empieza la calidad del agua y la vista. De siempre los vecinos nos hemos preocupado por la conservación del bosque y por ello, desde hace años, integramos cuatro brigadas: tres de combate a incendios forestales y una de vigilancia, con 44 elementos. Nos capacitamos de forma continua”, dice Claudio Zamora Callejas, representante de la Comunidad Agraria de Santa Rosa Xochiac.

A fin de reforestar, la gente de la zona sembró árboles de oyamel con el poco conocimiento (empírico y espontáneo) que tenía, pero pocos se lograban. Desde 2019, y tras recibir información científica, modificaron sus prácticas y obtuvieron mejores resultados. Así, han logrado plantar más de 50 mil árboles con una supervivencia superior al 90 por ciento.

“Encontramos una camioneta en la parte alta del bosque, en los límites con el Desierto de los Leones. Pensamos que se trataba de cazadores furtivos porque el vehículo casi no se movía. Tras monitorearlos un rato notamos se trataba de dos personas y cuando nos acercamos a indagar qué hacían nos explicaron que venían de la UNAM, a investigar a los oyameles”, recuerda el representante de 397 comuneros de Santa Rosa.

Así, desde hace años, brigadistas del lugar y un equipo de científicos ahora liderado por Juan Pablo Jaramillo Correa, investigador del Instituto de Ecología de la UNAM, trabajan en conjunto para conservar el bosque a través de una sinergia de conocimientos para lograr una reforestación exitosa con oyameles tolerantes a contaminantes como el ozono.

Existen entre ocho y 12 especies de oyamel en México, y una de ellas recibe el nombre científico de Abies religiosa por sus ramas que terminan en una forma parecida a una cruz. Crece en las montañas del centro del país (por encima de los dos mil 700 metros sobre el nivel del mar) y se trata de árboles robustos que llegan a medir entre 20 y 25 metros de altura, y más de metro y medio de diámetro.

“La mayor parte de los bosques de la periferia de la Ciudad de México son de oyamel y constituyen un ecosistema húmedo-frío. Son clave en la captación de agua, el funcionamiento de los acuíferos y la preservación de los suelos. Por conservar humedad, dichos entornos de vegetación son menos propensos a incendios en comparación con los de pinos, ya que son árboles mucho más secos”, afirma Juan Pablo Jaramillo.

Uno de estos bosques es parte de la Comunidad Agraria de Santa Rosa Xochiac, cuenta con 343 hectáreas forestales y, junto con el Parque Nacional Desierto de los Leones, es de los pocos pulmones verdes de la capital. Sin embargo, hoy se encuentra en riesgo debido a la tala ilegal, los incendios provocados, el cambio climático y, sobre todo, por la contaminación urbana, arrastrada hasta este sitio por los vientos.

A decir de de Claudio Zamora, debido a la sinergia de conocimientos ahora saben que el ozono afecta a los árboles del poniente de la CDMX, sobre todo en la parte alta y colindante con el Parque Nacional Desierto de los Leones. Por esta razón, su equipo busca identificar aquellos árboles madre –productores de semillas– más resistentes al ozono para, a partir de estos, obtener mejores brinzales de oyamel para reforestación.

Los guardianes del bosque han aprendido la importancia de mantener la diversidad genética de los ejemplares identificados, pues ello significa árboles más fuertes. Para seleccionarlos, los universitarios los miden y toman muestras que después analizan en el laboratorio mediante estudios genómicos. El objetivo es obtener el genoma completo de esta especie para luego buscar cuáles genes aseguran la tolerancia al ozono y, por ende, elevan las probabilidades de éxito de la reforestación.

“Elegimos árboles madre o ejemplares que traspasan nutrientes a los más pequeños, luego seleccionamos los granos más grandes con una bandeja de agua (las que flotan no germinarán y los que se hunden son semillas buenas). El siguiente paso es lavar las semillas con agua y alcohol para quitarles la resina y las ponemos a germinar. A los 15 días, cuando brota el brinzal, las sacamos y transportamos en una bolsa a la intemperie en el vivero, y ahí sobrevive el más fuerte”, expone Miguel Ángel Morelos Zamora, comunero y líder de la Brigada Coatl.

Para Jaramillo Correa es evidente que sumar esfuerzos con los comuneros ha permitido avanzar más rápido hacia un programa de reforestación exitoso. La meta –afirma– es mostrarle a la gente del lugar cuáles brinzales son más tolerantes al ozono y tienen mayores probabilidades de sobrevivir, así como promover la diversidad genética, ya que en un inicio usaban solo cinco árboles madre para obtener las semillas y esto, a largo plazo, tiene consecuencias evolutivas, pues la mayoría de estos organismos serán “hermanos” o familiares.

“Trabajar con la UNAM ha sido muy útil. Los árboles que tenemos ahora son más resistentes, crecen más rápido y tienen más vigor. Se han logrado muchos más”, expresa Zamora Callejas.

Estudio genómico

El ozono puede ser benéfico o perjudicial, según donde se encuentre, explica Verónica Reyes Galindo, estudiante de doctorado del Posgrado en Ciencias Biológicas de la UNAM. El “bueno” está a gran altura, en la estratósfera, y nos protege de los rayos UV; el “malo” está a nivel de donde vivimos, se forma a partir de los contaminantes emitidos por vehículos y la industria, y provoca malestares como tos, irritación de garganta, asma, bronquitis y enfisema pulmonar, entre otros.

En el caso de los oyameles –señala– el daño por ozono se observa más fácilmente en las hojas más próximas al tronco, las cuales exhiben un color entre amarillo y rojizo, y se caen muy fácil de las ramas. Esto se debe a que las células se están rompiendo y ello afecta el crecimiento del árbol.

“En la región del Desierto de los Leones y Santa Rosa Xochiac se crea una especie de embudo por donde fluye toda la contaminación de la Ciudad de México y, como los árboles no se pueden mover, la absorben. Esto provoca que el ozono entre en las células de los seres vivos, provocando envejecimiento celular, intoxicación en la vegetación y, en el caso del humano, enfermedades cardiovasculares y respiratorias.

Sin embargo, añade Juan Pablo Jaramillo, “la vida siempre encuentra una manera de darle la vuelta”. Para ahondar en estos procesos, el universitario se ha especializado en genómica de la conservación, es decir, en el uso de herramientas genómicas modernas para entender cómo se adaptan los árboles a contaminantes como el ozono.

¿Cuál ha sido su historia evolutiva desde que aparecieron en México?, pregunta. ¿Qué hacen los oyameles para adaptarse a cambios tan repentinos? Hay que tener en cuenta que estos árboles llegaron de Norteamérica hace cinco millones de años y que han estado expuesto a ozono sólo durante las últimas décadas.

Verónica explica que el primer paso de la investigación ha sido colectar hojas de oyamel con ayuda de los brigadistas. Éstas se colocan en sílica gel para asegurar su integridad y transportarlas con seguridad al Laboratorio de Genética y Ecología del Instituto de Ecología de la UNAM.

“Una vez en el recinto, y bajo condiciones estériles, secamos las muestras y las separamos en tubos; después les ponemos una perlita en cada tubo a fin de triturar la hoja con un equipo que emite distintas vibraciones. Posteriormente, utilizamos un detergente que nos facilita romper la membrana celular para liberar el ADN del núcleo de cada célula. Una vez liberado, lo limpiamos y aislamos con diversos alcoholes hasta obtener el material genético de cada muestra. Debemos cuidar a detalle el proceso para saber si lo hicimos bien”, añade Verónica.

El ADN –prosigue Jaramillo Correa– debe observarse a manera de una línea limpia y brillante. Cuando se logra esto, se envía a un centro de secuenciación –a la University of Wisconsin-Madison, en Estados Unidos, o la Université Laval, en Canadá–, que nos manda de regreso la información genética en forma de 18 mil millones de bases de ADN, pero en pedazos de 200 bases. La idea es colocar esos fragmentos, uno detrás del otro, hasta armar el rompecabezas y tener un borrador del genoma completo; esto implica mucho tiempo de análisis informático. “Sin ese genoma sería más difícil alcanzar las metas que tanto brigadistas como científicos deseamos: tener más oyameles en Santa Rosa Xochiac. Lo ideal es replicar este trabajo en más comunidades de regiones boscosas y promover sinergias entre pobladores, investigadores e instancias del gobierno, pues ello repercutirá en mejores reforestaciones”, concluye el experto.