La tregua, entendida como la suspensión temporal de hostilidades entre fuerzas en conflicto, ha sido una constante en la historia humana que revela tanto la persistencia de los conflictos como la búsqueda permanente de la paz. Desde la etimología latina tardía tregua, derivada del gótico triggwa que significa “pacto”, hasta su uso contemporáneo en la diplomacia internacional, este concepto ha evolucionado significativamente en sus formas, objetivos y consecuencias.
“Una tregua siempre es bienvenida porque implica una suspensión de las hostilidades, ya sea para abrir la puerta a la diplomacia o para permitir la asistencia humanitaria. Pero no debe confundirse con un tratado de paz; es solo una pausa, no la solución”, advierte Jacobo Dayán, especialista en Derecho Penal Internacional y director del Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la UNAM.
A diferencia de los tratados de paz, que buscan poner fin definitivo a los conflictos, las treguas representan pausas temporales que pueden servir a múltiples propósitos: desde permitir la evacuación de heridos hasta crear espacios para negociaciones más amplias. Esta distinción fundamental ha marcado la diferencia entre aquellas suspensiones de hostilidades que efectivamente condujeron a la paz duradera y aquellas que simplemente pospusieron la reanudación de los conflictos.
En palabras de la Dra. Mara Hernández Estrada, investigadora en procesos de paz que actualmente colabora con el Programa Universitario de Gobierno de la UNAM desarrollando estrategias de educación para la paz, facilitación de diálogo y resolución de conflictos, “una tregua puede abrir una pequeña ventana a la cordura en medio de lo que parece una locura total: buscar la paz a través de la violencia. Es una coyuntura que puede generar momentum para el diálogo, la construcción de acuerdos y la comprensión mutua sobre lo destructivo de la escalada violenta del conflicto”.
Los orígenes medievales: la Tregua de Dios y la Pax Dei
El primer gran movimiento pacifista organizado de la historia occidental surgió en el siglo X con la iniciativa eclesiástica conocida como “Paz y tregua de Dios”, que representó una respuesta innovadora a la violencia feudal. La “Paz de Dios”, proclamada por primera vez en 989 en el Concilio de Charroux, intentó proteger la propiedad eclesiástica, los recursos agrícolas y a los clérigos desarmados.
La “Tregua de Dios”, proclamada inicialmente en 1027 en el Concilio de Toulouges, fue más ambiciosa al intentar limitar los días de la semana y las épocas del año en que la nobleza podía participar en acciones violentas.
Este movimiento estableció precedentes fundamentales para la regulación temporal de los conflictos armados, prohibiendo las hostilidades desde la noche del sábado hasta la mañana del lunes, y posteriormente extendiéndose a períodos como el Adviento y la Cuaresma.
La Tregua de Dios se extendió desde Francia hacia Italia, Alemania y España, siendo incorporada formalmente al derecho canónico por el Tercer Concilio Lateranense en 1179. Sin embargo, su efectividad fue limitada, ya que dependía principalmente de la autoridad moral de la Iglesia y de la amenaza de excomunión como sanción. Aunque nunca tuvo completo éxito, la Tregua de Dios representó un esfuerzo pionero en los movimientos de paz medievales y estableció el principio de que ciertos tiempos y lugares debían estar protegidos de la violencia.
Treguas emblemáticas de la historia moderna
El 24 de diciembre de 1914, en pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial, se produjo uno de los episodios más conmovedores de fraternización espontánea entre enemigos.
La naturaleza estática del combate y la proximidad del enemigo causó que muchos hombres sintieran curiosidad sobre los soldados que enfrentaban. Ambos bandos sufrían penurias similares: estaban igualmente empantanados en lodo, azotados por lluvia helada y nieve, atacados por piojos y ratas, y bajo la constante amenaza brutal de muerte violenta.
La “Tregua de Navidad” surgió de manera informal cuando soldados alemanes comenzaron a decorar sus trincheras con árboles iluminados, cantando villancicos que fueron respondidos por las tropas británicas y francesas. El evento incluyó intercambios de alimentos, regalos y la celebración de partidos de fútbol improvisados. La tregua permitió a ambos bandos enterrar a sus muertos y realizar ceremonias funerarias conjuntas, creando una de las imágenes más memorables de la guerra.
Para la Dra. Hernández, estos actos espontáneos “demuestran que incluso una tregua breve puede generar confianza entre las partes enfrentadas, y esa confianza, por mínima que sea, es el primer paso hacia un cambio más profundo”.
La tregua de los Doce Años
La “Tregua de los Doce Años”, firmada en 1609 entre España y las Provincias Unidas de los Países Bajos, ejemplifica cómo una suspensión temporal de hostilidades puede evolucionar hacia el reconocimiento de nuevas realidades políticas. Esta tregua supuso un receso pacífico en la Guerra de los Ochenta Años y permitió a las Provincias Unidas consolidar su posición independiente.
El tratado suspendió las hostilidades entre los rebeldes Países Bajos del Norte y la Monarquía Española que habían estallado por primera vez en 1567 y que habían crecido hasta convertirse en una guerra mayor a gran escala que se extendió hasta las Indias. Después de la expiración de la tregua en 1621, la guerra se reanudó hasta el acuerdo final de paz en Münster del 30 de enero de 1648 que puso fin a lo que se conoce como la Guerra de los Ochenta Años (1567-1648).
El Armisticio de Corea: una tregua institucionalizada
El Armisticio de Panmunjom, firmado el 27 de julio de 1953, estableció una tregua que técnicamente se mantiene hasta la actualidad, convirtiendo a las dos Coreas en países que siguen oficialmente en guerra. Esta situación única en la historia contemporánea demuestra cómo una tregua puede institucionalizarse y convertirse en un statu quo duradero sin evolucionar hacia un tratado de paz formal.
Aunque el caso de Corea no fue mencionado directamente por los especialistas, permite ilustrar un fenómeno descrito por Jacobo Dayán en el contexto de Gaza, donde “ha habido un montón de treguas de unas horas… pero eso no te estaba derivando a ningún acuerdo de paz que te llevara a un proceso de reparación de justicia y verdad”. Ambas situaciones muestran cómo, sin mecanismos de justicia y verdad, una tregua puede perpetuar el conflicto en lugar de resolverlo.
Jerarquía de instrumentos diplomáticos para la suspensión de hostilidades
En la diplomacia moderna, existe una jerarquía clara de instrumentos para la suspensión de hostilidades, cada uno con características y objetivos específicos:
- Tregua: pausa temporal en las hostilidades. Generalmente informal. Objetivos limitados: evacuación de heridos, entrega de ayuda humanitaria.
- Alto el fuego: más estructurado que una tregua. Puede formar parte de procesos políticos o humanitarios. Suele ser un paso previo a acuerdos más amplios.
- Armisticio: carácter oficial y contractual. Suspende las operaciones de guerra por acuerdo mutuo. Implica un compromiso formal entre las partes en conflicto.
- Tratado de paz: culmina formalmente un estado de guerra. Establece los términos definitivos para el fin del conflicto. Sella legalmente la reconciliación entre las partes enfrentadas.
“La tregua puede ser útil, pero no es la solución. Es solo el espacio para construirla”, dice Dayán. “Lo importante es qué se hace con esa pausa: si se orienta a la justicia y a procesos de reparación, puede abrir caminos duraderos”.
Hacia una comprensión más amplia de la paz
Las opiniones de los expertos apuntan hacia una concepción más profunda y estructural de la paz. Para Dayán, no puede hablarse de paz si no existe un compromiso con la verdad y la justicia: “No necesariamente hablamos de cárcel. La justicia puede ser restaurativa, pero debe haber un juicio que determine la verdad jurídica. Sin eso, toda tregua se queda corta”.
La Dra. Hernández insiste en que la construcción de paz duradera requiere mucho más que voluntad política: “No basta con que cesen las balas. Necesitamos transformar nuestras instituciones, nuestras formas de convivir y también la forma en que nos relacionamos con nuestras emociones y con el otro”.
Desde su experiencia, el fortalecimiento de la sociedad civil, la educación emocional y la equidad estructural son pilares que no pueden ignorarse. “Si educamos a las nuevas generaciones en el reconocimiento de sus emociones y necesidades, en la empatía y en la comunicación no violenta, estaremos previniendo la violencia desde la raíz”.
Agrega que las universidades, y particularmente la UNAM, tienen una responsabilidad histórica: “Si logramos mostrar que en nuestras aulas se puede convivir sin violencia, sin discriminación, con respeto a la dignidad humana, eso va a irradiar al país entero”.
También advierte sobre los riesgos de confiar la construcción de paz a instituciones castrenses: “Los militares no están diseñados para generar confianza con la ciudadanía. Si queremos paz, necesitamos policías civiles, capacitadas y cercanas, no fuerzas formadas para la guerra”.
Paz, concluyen ambos expertos, no significa ausencia de conflicto. Significa tener instituciones capaces de gestionarlo con justicia, sociedades dispuestas a escucharse y convivencias donde el poder no se imponga sobre la dignidad.