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Cinco años sin Mario Molina

De niño, Mario Molina pasaba horas observando el mundo invisible que se escondía en una simple gota de agua sucia bajo un microscopio de juguete. Esa curiosidad infantil, cultivada en una casa llena de libros y conversaciones sobre ciencia, lo llevó décadas después a un descubrimiento que cambió la política ambiental mundial: los gases industriales podían destruir la capa de ozono que protege la vida en la Tierra.

El 7 de octubre de 2020, a los 77 años, murió en la Ciudad de México. Cinco años después, su legado sigue marcando debates científicos y políticos sobre cambio climático y contaminación del aire, problemas que él anticipó con una claridad profética.

De la curiosidad infantil al Nobel de Química

Molina creció en un hogar donde la cultura y la ciencia eran parte de la vida cotidiana. Su padre, abogado y diplomático, y su madre, una mujer culta y apasionada por el conocimiento, alentaron su curiosidad. Él mismo contaba que, de niño, quedó fascinado al observar una gota de agua sucia bajo un microscopio de juguete: descubrió un universo invisible que le cambió la vida.

Esa fascinación lo llevó a estudiar Ingeniería Química en la Universidad Nacional Autónoma de México (1965). Después continuó su formación en Europa y Estados Unidos: realizó estudios de posgrado en la Universidad de Friburgo, Alemania (1967), y obtuvo el doctorado en Fisicoquímica por la Universidad de California, Berkeley (1972). Su carrera académica lo llevó por instituciones de élite: la Universidad de California en Irvine, el Jet Propulsion Laboratory del Caltech, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y la Universidad de California en San Diego (UCSD). Siempre mantuvo lazos con México y con la UNAM, donde fue profesor e impulsor de proyectos para entender y combatir la contaminación atmosférica.

El descubrimiento que cambió la política ambiental global

En 1974, junto con el químico estadounidense F. Sherwood Rowland, publicó en Nature un estudio pionero: los clorofluorocarbonos (CFC), usados como refrigerantes y en aerosoles, eran tan estables que alcanzaban la estratósfera. Allí, la radiación ultravioleta los rompía liberando cloro, capaz de destruir miles de moléculas de ozono por cada átomo. El resultado: un adelgazamiento de la capa que protege a la vida de la radiación ultravioleta.

El hallazgo fue recibido con escepticismo por la industria, pero pronto se comprobó con mediciones satelitales y observaciones en la Antártida. Su impacto llevó a uno de los acuerdos ambientales más exitosos de la historia: el Protocolo de Montreal (1987), que obligó a eliminar gradualmente los CFC y hoy muestra resultados tangibles en la recuperación del ozono.

Por ese trabajo, Molina, Rowland y Paul J. Crutzen recibieron el Premio Nobel de Química en 1995. Fue el primer mexicano en obtener ese galardón en la disciplina.

De la ciencia básica a la acción pública y el liderazgo internacional

Molina nunca se conformó con el laboratorio. Creía que la ciencia debía convertirse en política efectiva. En México impulsó proyectos para mejorar la calidad del aire del Valle de México, un desafío complejo que combinaba transporte, industria y salud pública. En 2005 fundó el Centro Mario Molina para Estudios Estratégicos sobre Energía y Medio Ambiente, que asesoró políticas sobre eficiencia energética y mitigación climática.

Su prestigio lo llevó a los círculos de decisión más altos. Integró el Consejo de Asesores de Ciencia y Tecnología de los presidentes Bill Clinton y Barack Obama. Fue miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, de El Colegio Nacional, de la Pontificia Academia de Ciencias del Vaticano y de la Academia Mexicana de Ciencias. Recibió más de 40 doctorados honoris causa, el Premio Tyler de Energía y Ecología (1983), el Premio Sasakawa de la ONU (1999), la distinción Campeones de la Tierra, y en 2013 la Medalla Presidencial de la Libertad, el mayor honor civil de Estados Unidos.

En sus últimos años, se convirtió en una de las voces más influyentes de la acción climática. Promovía la energía solar, eólica, geotérmica y nuclear de cuarta generación como vías seguras para descarbonizar la economía y sostenía que la ciencia debía guiar las decisiones económicas. En mayo de 2020, durante una conferencia en El Colegio Nacional, fue categórico: “La probabilidad de que el cambio climático actual se deba principalmente a actividades humanas es del 95 por ciento”. En un momento en que algunos gobiernos, como el de Donald Trump, negaban la crisis y abandonaban el Acuerdo de París, Molina insistía en la cooperación internacional y el liderazgo basado en evidencia.

Un legado vigente para México y el mundo

Quienes lo conocieron hablan de un investigador brillante pero también de un maestro generoso, capaz de inspirar a jóvenes científicos. Advertía que México debía invertir de manera sostenida en ciencia y tecnología para competir en el mundo y ofrecer oportunidades a sus talentos. “Los políticos esperan resultados inmediatos, pero la creación de tecnología exige paciencia y visión”, solía decir.

Era, además, un comunicador eficaz. Escribía y hablaba con claridad para que la sociedad entendiera la relevancia de problemas invisibles como los gases de efecto invernadero o los contaminantes urbanos.

A cinco años de su muerte, Mario Molina sigue siendo referente para México y el mundo. Su descubrimiento sobre la capa de ozono probó que la humanidad puede actuar colectivamente ante una amenaza planetaria cuando hay ciencia sólida y voluntad política. Su llamado frente al cambio climático resuena hoy, en medio de fenómenos extremos y debates energéticos.

Para la UNAM y para la comunidad científica global, Molina encarna una lección: la curiosidad puede transformarse en conocimiento, el conocimiento en política, y la política —cuando escucha a la ciencia— en soluciones para la supervivencia de la humanidad.