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La Llorona: entre el mito, la memoria y el agua

En el lago de Xochimilco, al caer la noche, muchos aseguran haber visto flotar una figura femenina vestida de blanco. Sus lamentos se confunden con el viento y parecen surgir del mismo cuerpo del agua. Esta imagen, tan reiterada en la tradición oral mexicana, es parte de una de las leyendas más persistentes y polimorfas del imaginario popular: la Llorona.

Un eco en la memoria colectiva

En Xochimilco, los relatos sobre su presencia son comunes. Misael, habitante de la zona, asegura haber escuchado sus lamentos: “en las madrugadas se oyen gritos muy feos, y dicen que cuando se escucha lejos es porque está cerca; los perros lloran como si tuvieran miedo”. Este tipo de testimonio, frecuente en distintas regiones del país, refuerza el carácter comunitario del mito, pues su eficacia no depende de la comprobación empírica, sino de su función simbólica y social.

De acuerdo con la antropóloga Angélica Galicia Gordillo, del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, la leyenda de la Llorona forma parte esencial de la identidad cultural mexicana. Su figura sintetiza la continuidad de antiguas concepciones indígenas sobre el agua, la fertilidad y la muerte, con influencias coloniales europeas en torno al pecado, la culpa y la redención.

Raíces y transformaciones

El mito se origina en América Latina, aunque su forma más reconocible se consolidó en México, a partir del encuentro entre los imaginarios mesoamericanos y los relatos europeos. En el Viejo Continente, se hablaba de sirenas que seducían a los marineros para arrastrarlos a la muerte; en Mesoamérica, los cihuateteo, espíritus de mujeres muertas en parto, lloraban por sus hijos y vagaban por los caminos. Ambas tradiciones, observa Galicia Gordillo, comparten un mismo núcleo simbólico: la asociación de lo femenino con el agua, la noche y la frontera entre la vida y la muerte.

Durante el periodo virreinal, la Llorona adquirió nuevos matices: se transformó en la mujer que, presa de la locura o la desesperación, ahoga a sus hijos y luego vaga eternamente lamentándose. Así, la leyenda se reconfiguró como un relato moralizante —advertencia contra el pecado, la embriaguez o la infidelidad— y, al mismo tiempo, como una metáfora del sufrimiento y la pérdida.

La dimensión moral y social del mito

Los mitos tradicionales, señala la investigadora, no son simples relatos fantásticos; son vehículos de valores, normas y advertencias colectivas. En este caso, la Llorona suele aparecer a hombres borrachos o mujeriegos, encarnando una advertencia moral. El relato actúa como un dispositivo social que regula comportamientos, especialmente en contextos rurales o comunitarios donde la oralidad es el principal medio de transmisión cultural.

La antropología interpreta estos relatos como mecanismos de cohesión social: historias que traducen miedos y tensiones colectivas en símbolos comprensibles. La Llorona es, en este sentido, un espejo del orden moral de su época, pero también un espacio donde se proyectan las ansiedades de la vida contemporánea —la violencia, la pérdida o la fragmentación del tejido social.

Variaciones regionales y persistencia

Aunque su figura se asocia con México, la Llorona aparece en relatos que van desde Guatemala hasta Costa Rica, con variantes locales. En el valle del Mezquital, por ejemplo, se presenta como una mujer otomí que se aparece a los niños pastores; si éstos comparten con ella su comida, ella les entrega agua, un bien escaso en esa región. Esta versión conserva el vínculo simbólico entre la mujer, la generosidad y el agua como elemento vital.

El mito, explica Galicia Gordillo, sobrevive porque sigue cumpliendo funciones sociales: advierte, moraliza, consuela y une a la comunidad en torno a una memoria compartida. Mientras existan las condiciones que dieron origen a su simbolismo, el miedo a la noche, el deseo, la culpa y la fascinación por lo sobrenatural, la Llorona continuará emergiendo del agua para recordarnos quiénes somos.