La Ciudad de México como nueva Roma fue una visión urbanística y simbólica impulsada tras la conquista. Inspirada en la Roma imperial y cristiana, fue trazada con geometría clásica, advocaciones religiosas estratégicas y arquitectura monumental, para consolidar el poder político, cultural y espiritual en el corazón del Nuevo Mundo.

La Ciudad de México no solo fue la capital del virreinato más poderoso de América, sino también un espejo simbólico de la Roma imperial y cristiana. En sus primeras décadas coloniales, esta ciudad no se concibió simplemente como un asentamiento estratégico, sino como una nueva Roma: centro político, espiritual y cultural del Nuevo Mundo.
El trazo urbano inspirado en la geometría clásica, las advocaciones religiosas copiadas de los grandes santuarios romanos, y la voluntad de conquistadores y evangelizadores por fundar una metrópoli universal revelan un proyecto más ambicioso que la mera reconstrucción sobre ruinas mexicas.
Esta ciudad debía ser una nueva Roma, no por capricho, sino por misión histórica: gobernar, evangelizar y civilizar desde el corazón del continente recién conquistado. Óscar Flores Flores, doctor en Historia del Arte por la UNAM e investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de esta misma institución, nos lleva a los tiempos en que, sobre los restos de Tenochtitlan, surgió una ciudad que, en espíritu, forma y propósito, recordaba a Roma y funcionó como capital imperial del reino más extenso de ultramar.
¿Qué fascinaba de Tenochtitlan?
Desde el siglo XVI, viajeros y cronistas europeos quedaron impactados por la arquitectura, el sistema hidráulico y la peculiar organización de lo que fue Tenochtitlan. Bernal Díaz del Castillo, cronista de la conquista, no dudó en compararla con escenarios de libros de caballería, relatando cómo, al amanecer, desde las montañas, la ciudad resplandecía en medio del agua como una visión encantada. Esta metrópoli se convirtió rápidamente en un referente del ingenio humano y de la complejidad urbana mesoamericana.
Y es que Tenochtitlan no solo fue una capital poderosa, sino una ciudad literalmente anfibia. Sus calles de tierra se entrelazaban con canales navegables —las acequias— por donde circulaban canoas que transportaban mercancías y personas, lo que provocó que los visitantes europeos la compararan con Venecia.
“Los mexicas tuvieron que enfrentar grandes desafíos técnicos para edificar en ese entorno lacustre. Con una combinación de conocimientos agrícolas y habilidades hidráulicas, construyeron chinampas, ampliaron islotes y levantaron una ciudad que rivalizaba en belleza y complejidad con cualquier metrópoli del viejo continente”.
— Óscar Flores Flores, doctor en Historia del Arte, UNAM
Reconstruir sobre ruinas: el trazado colonial romano
Cuando llegó el momento de rediseñar la ciudad tras la conquista, Hernán Cortés encomendó al topógrafo Alonso García Bravo la tarea de trazar la nueva ciudad colonial. Esta debía regirse por el trazado ortogonal característico de las ciudades romanas: dos grandes avenidas —el Cardo Maximus (norte-sur) y el Decumanus Maximus (este-oeste)— que se cruzaban en el centro para dar forma a una gran plaza y dividir el territorio en manzanas y lotes.
Curiosamente, Tenochtitlan ya contaba con tres grandes calzadas que la conectaban con tierra firme: al norte, la del Tepeyac; al sur, la de Iztapalapa; y al poniente, la de Tacuba. Esta infraestructura prehispánica fue aprovechada por los conquistadores, no solo por su funcionalidad, sino porque se alineaba con sus propios ideales urbanísticos.
Por otro lado, Hernán Cortés, formado en la cultura clásica y las lecturas renacentistas, sabía que una conquista se consolidaba no solo con armas, sino con ciudad, estructura y población. Por eso resistió la idea de trasladar la capital a Coyoacán: era imperativo que la nueva ciudad se levantara sobre aquel sitio emblemático.
Trazado romano sobre cimientos indígenas: símbolos del poder
La nueva ciudad se desarrolló rápidamente. Ya en 1524 existían mapas precisos, como el que acompañó la Segunda Carta de Relación de Cortés, publicada en Núremberg. Cuatro años después, en 1528, el cartógrafo Benedetto Bordone incluyó a la ciudad en su famoso Isolario, aún representándola como una isla maravillosa.
Los planos coloniales muestran portales, plazas y torres que mezclan el estilo medieval con los ideales del Renacimiento. La Plaza Mayor, con sus dos portales principales —el de las Flores y el de Peregrinos—, recordaba las grandes obras públicas de Roma diseñadas para facilitar el tránsito de fieles hacia la Basílica de San Pedro.
Así, sobre los restos de pirámides y templos dedicados a dioses indígenas, se levantaron iglesias, palacios y conventos. El pasado prehispánico fue cubierto y la nueva ciudad emergió como símbolo del dominio imperial y espiritual de Europa en América.
“Los europeos no solo impusieron sus modelos arquitectónicos; también reinterpretaron el arte indígena bajo su cosmovisión clásica. La imponente escultura de Coatlicue, con su falda de serpientes, fue vista como un eco americano del Laocoonte, célebre escultura griega redescubierta en Roma en 1506, que representaba al sacerdote troyano y sus hijos siendo atacados por serpientes enviadas por los dioses”.
— Óscar Flores Flores, doctor en Historia del Arte, UNAM
Este paralelismo no era casual. La cultura clásica permeaba la mente de los conquistadores y cronistas del siglo XVI, y América fue vista como una extensión del mundo antiguo, donde todo debía reinterpretarse desde los cánones grecolatinos y cristianos.
Iglesias romanas en el corazón del nuevo virreinato
El Códice Osuna lo deja claro: en la nueva Ciudad de México, cuatro iglesias fundamentales rodeaban la plaza principal: San Juan, San Pablo, San Sebastián y Santa María la Redonda. Óscar Flores explicó que estas no fueron nombradas al azar:
- San Juan alude a San Juan de Letrán, la catedral de Roma, símbolo de autoridad eclesiástica.
- San Pablo representa al apóstol de los gentiles; su advocación era apropiada para una ciudad considerada recién convertida.
- San Sebastián, ligado a mártires de la tradición cristiana romana, originalmente ubicados fuera de la ciudad antigua.
- Santa María la Redonda, una traducción simbólica del Panteón de Agripa convertido en iglesia cristiana.
Estas construcciones buscaban que la Ciudad de México no solo se pareciera estructuralmente a Roma, sino que también lo hiciera espiritualmente.
Memoria e imposición simbólica
Aunque los templos indígenas fueron destruidos en muchos casos, la historia relata que Cortés pidió que algunos permanecieran “por memoria”. Estos espacios prehispánicos no fueron borrados sin resistencia simbólica, aunque con el tiempo su presencia fue eclipsada por catedrales, conventos y plazas con nombres cristianos.
La limpieza física de la ciudad tras su destrucción —entre incendios, mortandades y ruinas— tardó años. Fue un tiempo de duelo, reconstrucción y disrupción. Pero también de afirmación: la ciudad renació, ahora con trazo romano, advocaciones cristianas, palacios adaptados, templos respetados, todo con la intención de fundar, sobre ruina y sangre, una nueva capital que fuera emblema del poder virreinal y de la fe.
Auge y esplendor: la Ciudad de México capital global
Desde mediados del siglo XVI, la Ciudad de México comenzó a consolidarse como un centro cultural y arquitectónico de gran importancia. Escritores como Francisco Cervantes de Salazar y Bernardo de Balbuena describieron la ciudad como un verdadero tablero de ajedrez, haciendo referencia a su organización racional y geométrica.
Para los siglos XVII y XVIII, la capital novohispana se transformó en una metrópoli moderna y opulenta que asombraba a viajeros europeos como Thomas Gage y Francisco de Ajofrín. Estos cronistas se maravillaban no solo por el tamaño y regularidad de sus calles y plazas, sino también por la riqueza de sus habitantes y su vida cotidiana.
“Esta riqueza fue producto de una economía sólida y de un comercio transnacional que situó a México en el corazón de la primera globalización. La ruta de la Nao de China, que conectaba Filipinas con Acapulco, traía mercancías orientales que muchas veces quedaban en la Ciudad de México, consolidándola como un centro comercial y cultural de dimensiones globales”.
— Óscar Flores Flores, doctor en Historia del Arte, UNAM
Así, hacia finales del periodo virreinal, la Ciudad de México no solo era la capital administrativa del virreinato, sino también una ciudad que podía compararse con Roma, Milán, Lisboa o Génova en términos de sofisticación, riqueza y urbanismo. Fue, sin duda, una ciudad moderna construida sobre los cimientos teóricos del Renacimiento, adaptados con creatividad al contexto americano.
El papel simbólico del tezontle en la estética urbana
En esta profunda transformación arquitectónica, cultural y urbana que vivió la Ciudad de México, y que la consolidó como una de las metrópolis más modernas e ilustradas del continente americano, existió un material que ayudó a redefinir su identidad estética y simbólica: el tezontle.
Esta piedra volcánica de color rojizo, muy similar a la puzolana del Vesubio, inicialmente se utilizó como material de construcción, pero con el tiempo se convirtió en un elemento estético de revestimiento muy valorado. Por su versatilidad y belleza, los artistas de la época comenzaron a llamarlo “el divino material”, tanto por su capacidad de adherencia como por su atractivo visual.
El uso del tezontle, junto con otros materiales como los azulejos, caracterizó la arquitectura del siglo XVIII en la capital novohispana. Estos elementos contribuyeron a crear una imagen urbana original y sofisticada, que no solo impresionaba a los visitantes extranjeros, sino que también generaba orgullo entre los propios habitantes de la ciudad.
Remodelación urbana del siglo XVIII: modernidad funcional
Para el siglo XVIII, la ciudad fue incorporando en sus trazados la creación de espacios públicos para el ocio y la cultura, como parques y paseos arbolados. Estas transformaciones respondían a una visión de ciudad moderna, racional y funcional. La regularidad en el trazo urbano continuó, pero ahora con un enfoque más práctico, orientado a fines administrativos como el catastro, el suministro de agua y otros servicios esenciales.
Asimismo, se renovó la Real Casa de Moneda, que, aunque fundada en el siglo XVI, fue completamente reconstruida para responder a las nuevas necesidades económicas derivadas de las reformas borbónicas. También se creó la Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos, inspirada en la Academia de San Fernando en Madrid, que contaba con piezas exclusivas. Esta riqueza patrimonial colocó a la Ciudad de México a la vanguardia de la educación artística y arqueológica.
Una ciudad fundada con espíritu imperial
La Ciudad de México no fue simplemente una reconstrucción sobre ruinas, sino una fundación simbólica cargada de significado histórico, espiritual y político. Desde sus cimientos, esta ciudad fue concebida como una capital del nuevo imperio español en América, inspirada en el modelo clásico romano, pero adaptada al contexto mesoamericano.
