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El Maratón de la CDMX, otra forma de hacer una carrera universitaria

“El maratón no es un deporte para todo el mundo. Uno no se hace corredor porque alguien se lo recomiende. Uno se hace corredor sin más”, escribía el novelista japonés Haruki Murakami y eso fue lo que se vio la madrugada del domingo, cuando alrededor de 40 mil personas se dieron cita así, sin más, en los alrededores del Zócalo, con el único fin de recorrer 42 kilómetros (con 195 metros, agregan los puristas) que hay de ahí al Estadio Olímpico de la UNAM.

Desde las seis de la mañana los competidores comenzaron a llegar en oleadas, la mayoría en Metro, que ese día dio servicio gratuito a quien llevara un número colgado al pecho y una playera naranja con una enorme C en la espalda. “¿Y de qué es esa letra? ¡De corredor, carnal!”, bromeaba uno de los participantes. En realidad, habían explicado antes los organizadores, se aludía así al concepto Cultura.

Cerca de las siete, y con música de fondo interpretada por la Banda Sinfónica de la Secretaría de Marina desde una recién remozada Plaza de la Constitución, los maratonistas se mostraban ansiosos y ejecutaban rutinas de calentamiento, ingerían bebidas energéticas y, sobre todo, se tomaban muchas selfies para, como se escuchaba decir, “si no llegamos al final, que sepan que estuvimos aquí”.

Kilómetro 0 al 10

Después de que un locutor diera a gritos la cuenta regresiva para la salida, los corredores comenzaron a avanzar a trote lento por las calles del Centro Histórico, aunque algunos salieron a toda velocidad y con enormes zancadas, lo que hizo que competidores más experimentados gritaran “¡tranquilos!, ¡no van a aguantar!”.

Los veteranos de estas carreras saben que los primeros 10 kilómetros son fáciles, ya que los runners empiezan con su energía y ánimo a tope, sin sospechar el desgaste físico y mental que vendrá pronto, por lo que en este tramo las personas avanzan a buen ritmo, excepto aquellas que iniciaron el maratón cual bólidos, pues como se les había advertido minutos antes, apenas iban a la altura del Hemiciclo a Juárez y ya jadeaban y buscaban darse un respiro.

Y así, con cortes de circulación a lo largo de la ciudad, por un breve lapso el sueño de muchos urbanistas se cristalizó y por 10 horas la gente, y no los automóviles, fueron lo único importante en las calles.

“¡Nos vemos en CU!”, “¡sí se puede!” y “no te conozco, pero estoy orgulloso de ti”, eran algunas de las pancartas portadas por los espontáneos que comenzaron a formar una larga valla a lo largo de la ruta y que de esta forma acompañaron a los maratonistas a lo largo 42 kilómetros, pero sin correr o moverse un solo paso.

Kilómetro 10 al 20

El Ángel de la Independencia marcaba el kilómetro 10 y aquí se empezaron a dar las primeras deserciones. “Hasta aquí llegamos, ¿no?” o “vámonos a desayunar” eran algunas de las propuestas de los corredores que se apeaban e ignoraban a los animadores que, micrófono en mano y desde la escalinata del monumento, los instaban a no abandonar.

Ya con menos gente en el camino se hacía evidente el espectáculo que representaban algunos runners en sí, ya que no faltaron los disfrazados de superhéroe, un caballero águila que con penacho y sandalias se abría paso en el asfalto, una botarga del Doctor Simi inusualmente veloz e incluso el luchador conocido como Supermuñeco quien, con todo y máscara, prodigaba saludos.

Al llegar a esta distancia los entrenadores recomiendan comenzar a cuidar la hidratación y consumir cada tanto un poco de agua o, de preferencia, una bebida deportiva, pues estas últimas, por contener sodio, se absorben mejor y hacen menos imperiosa la necesidad de hacer un alto brusco y detenerse en busca de un sanitario cercano.

Con esto en mente se instalaron mesas con bolsitas de E-Pura y vasos de Gatorade cada tantos metros, aunque lo que no se pensó fue en poner botes de recolección al lado, por lo que las calles muy rápido se convirtieron en basureros improvisados en los que se erigían montículos de cartón verde y donde el piso era un verdadero tapiz rectángulos de plástico mojado, lo que hizo resbalar a no pocos.

Afortunadamente, los participantes evitaron rebasarse o sacar ventaja y ello permitió mantener un orden casi instintivo que evitó percances mayores, pues como ya observaba Murakami, “si uno prueba a correr un maratón se da cuenta de ello: a los corredores de fondo no les interesa que otro corredor los supere”.

Así, zancada a zancada, los runners devoraron millas hasta adentrarse en el Bosque de Chapultepec, el cual marcaba los 20 kilómetros. Menos de la mitad de los inscritos habían avanzado hasta este punto cuando ya se anunciaba que el etíope Fikadu Kebede era el ganador del XXXV Maratón de la CDMX, con dos horas y 17 minutos, noticia que en vez provocar desánimo entusiasmó, pues como apuntaba de nuevo Murakami, para todo corredor el objetivo no es ganar, “lo relevante es el orgullo de terminar la carrera”.

Kilómetro 20 al 30

Todo maratonista experimentado sabe que al acercarse al kilómetro 30 existe el riego de experimentar ese impedimento físico conocido como “el muro” o “the wall”, es decir, una fatiga generalizada que invita a abandonar la ruta y a recostarse en el prado más cercano.

Esto se da cuando el cuerpo consume sus reservas de glucógeno e intenta echar mano de las grasas a fin de hacerse de un poco de energía. A fin de evitar esto, mucha de la gente apostada en las aceras ofrecía gajos de naranjas, paletas, gomitas o cualquier cosa con azúcar a los corredores, quienes se acercaban a tomar dulces con tal fruición que hacían recordar a los niños en Noche de Brujas.

Para estos momentos la carrera se adentraba en el barrio de la Condesa, donde un grupo de rock había instalado un escenario desde donde tocaba a todo volumen “Eye of the Tiger”, lo que dio a muchos un segundo aire y los hizo salir de ahí con toda la actitud de un Rocky Balboa trotando por las calles de Filadelfia.

Aunque quizá uno de los personajes que más animó a los maratonistas fue un individuo caracterizado con el traje anaranjado de Gokú, quien invitaba a los corredores a ignorar el muro con un cartel en el que Jon Snow —uno de los protagonistas de la serie Game of Thrones—, ataviado con su uniforme de la Guardia de la Noche, decía con desenfado: “Fuck the Wall”. Algunos aplaudieron la ocurrencia y se marchaban de ahí pensando “justo eso voy a hacer”.

Kilómetro 30 a la meta

Justo donde iniciaba el kilómetro 30 alguien colocó en el asfalto una inmensa pegatina con el mensaje “estás muy cerca de la meta y muy lejos del punto de partida”, algo que para quienes habían llegado hasta este punto representó un alivio que, de alguna forma, contrarrestaba el impacto de ver a muchos corredores acalambrados, recostados en el suelo y siendo atendidos por paramédicos.

Para evitar la turbación de ver a un compañero caído quizá lo mejor sea escuchar al filósofo Mircea Eliade, quien aseguraba que las carreras de larga distancia son a Occidente lo que la meditación es a Oriente: una manera de disociar la mente del cuerpo, y el rumano no debía estar equivocado, pues medio siglo más tarde Murakami escribiría algo muy parecido: “Mientras corro, en sustancia no pienso en nada. Simplemente sigo corriendo en medio de ese silencio que añoraba, en medio de ese coqueto y artesanal vacío”.

Sin haber leído a estos autores, muchos maratonistas adoptaron intuitivamente esta esta postura de ataraxia y abstracción, pues se desplazaban por Avenida Insurgentes con la mirada clavada al frente y con una mueca de esfuerzo que sólo se transformó en sonrisa hasta que, a lo lejos, apareció el Estadio Olímpico de CU.

“¡Ya estamos aquí!”, decían unos mientras otros sólo sacaban sus móviles para grabar cómo llegaban a la casa de los Pumas, atravesaban el estacionamiento, entraban al lugar por un acceso subterráneo y daban una vuelta triunfal por la pista de tartán.

“¡Avancen!, ¡vienen muchos detrás!”, gritaban los guardias intentando poner orden a los miles que entraban en tropel y formaban largas filas para recoger una medalla que al final terminó por ser no sólo un reconocimiento a los 42 kilómetros recorridos, sino el vivo ejemplo de que en la UNAM la frase “hacer una carrera universitaria” adopta múltiples sentidos y también significa muchas cosas.