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El anillo del nibelungo: ¿Un Wagner ‘Green Peace’?

Cuando Richard Wagner escribió y compuso su monumental tetralogía El anillo del nibelungo, a lo largo de 26 años (1848-1874), no imaginó lo cerca que se encontraba el mundo de asistir al ocaso de los dioses.

La intuición que Wagner desplegó a lo largo de su drama musical en tres partes y un preludio, en el que la relación entre el hombre y la naturaleza –paradójicamente caracterizada por una desconexión- es llevada a sus últimas consecuencias, fue motivo de la charla Viaje al centro de la Tetralogía wagneriana, moderada por el divulgador de la ópera Gerardo Kelinburg, como parte de El Aleph. Festival de Arte y Ciencia.

“No sé si era visionario, no creo que fuera un ‘Wagner Green Peace’, pero hay algo poderoso, un elemento panteísta en su obra: la naturaleza es un personaje que nos está observando desde la música”, explicó vía remota el promotor cultural Ricardo Marcos.

La tetralogía está integrada por las óperas El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses, y narra el final del tiempo-sin-tiempo de los dioses, a partir de que ceden ante pulsiones como el deseo de poder y la avaricia.

La transgresión que inicia la debacle es el robo que hace el elfo Alberich del oro del Rin, con el que manda forjar un anillo que otorgará poder supremo a quien lo posea. El precio, la renuncia al amor. Pronto Wotan, el dios más poderoso y a la vez el más humano, desatará el caos en su intento de apoderarse de la joya.

Para Marcos, un análisis de El anillo del nibelungo debe considerar a la naturaleza en un sentido amplio, que incluya al hombre, aún en su relación contradictoria con ella. Tanto en el libreto como en la partitura -advierte- la naturaleza se hace presente en los murmullos del bosque, en el tema del fuego o el canto de las aves que revelan al héroe Sigfrido su destino, necesariamente trágico para cumplir con la salvación de la humanidad.

También aparecen arquetipos como Loge, el semidiós del fuego, o Donner, el dios del trueno. Todos ellos son musicalmente construidos a partir de los leitmotive, que son un sello wagneriano: breves temas musicales que se repiten y resurgen a lo largo de la obra para señalar la presencia o influencia de algún personaje.

Uno de estos leitmotive es, precisamente, lo que inaugura el drama musical en la obertura del preludio, El oro del rin: una melodía o, si se quiere, “canción” subacuática de 136 compases que se repiten y que poco a poco aparecen de la nada, del silencio, para sumergir al escucha en el reino de las ondinas, espíritus del agua que custodian su tesoro enterrado: el oro, que en virtud del deseo, demasiado humano, desatará la catástrofe.

“El agua en esta obra representa la esperanza, lo incógnito y lo que alberga, que no debe ser descubierto, bien podría ser el petróleo”, observa Ricardo Marcos.

Los personajes femeninos portan la voz de la naturaleza, considera la periodista Ingrid Haas, colaboradora de las revistas Pro Ópera y Opera Magazine: las mencionadas ninfas; las nornas, que tejen el destino en el subterráneo; la diosa Erda, que es la propia Tierra; o bien Fricka, diosa del amor conyugal y esposa de Wotan, sabia consejera, aboga por evitar las acciones que terminarán por quebrar el equilibrio en el universo de los dioses.

“La primera transgresión es robar el oro”, advierte Haas, quien destaca la manera en que el director escénico argentino Marcelo Lombardero muestra la violencia infligida hacia la naturaleza, representada por lo femenino, en su puesta de El oro del rin (2012) para conmemorar el centenario de Wagner.

En dicho montaje, Lombardero plantea una lectura literal del desastre ecológico actual, con un paisaje subacuático invadido por desechos y telones que despliegan refinerías: una instantánea de los efectos del corporativismo y el capitalismo depredador, en el que la empatía hacia el otro no forma parte de la ecuación.

En esta puesta, el nibelungo no roba el oro; mata a una de las ninfas. “Para mí el oro era sólo un símbolo; el hecho de matar a una de las ondinas no es matar al amor como deseo sexual, que está presente en la obra; tiene que ver con la idea de alejarse de la empatía, del sentimiento. Ese asesinato de la ondina es el precio que Alberich tiene que pagar por satisfacer su avaricia”.

Haas observa que Sigfrido, el héroe que ha crecido de forma silvestre, es en principio el personaje más cercano a la naturaleza, una pureza que perderá a medida en que entre en contacto con lo humano. “Si seguimos un orden, veremos cómo los dioses que se alejan de la naturaleza hacen que venga el declive de esta cosmogonía”.

Destaca que es un personaje femenino, la valquiria Brunilda, hija predilecta y rebelde de Wotan, quien conduzca al héroe a lograr su destino, y quien se sacrificará para que se cumpla la misión de salvar al mundo: devolver el anillo de oro al Rin. “Ella va a tomar ese anillo y se va a arrojar a la pira donde arde Sigfrido muerto”. Es decir, debe atravesar el fuego, el gran incendio, la destrucción que es necesaria para que surja un nuevo orden.

En una operación circular, como el anillo, El Ocaso de los dioses culmina con el leitmotif acuático del Rin, donde todo empezó.

“Wagner plantea un recomienzo”, afirma Lombardero. “El ciclo se cierra, pero para ello debe haber una destrucción. Este planteamiento en este momento suena tan cercano y peligroso que nos hace reflexionar. Estamos en la hora de los monstruos, diría Gramsci: el momento en que algo aún no ha muerto y aún no ha nacido”.