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Comunidades indígenas urbanas en tiempos de pandemia

La pandemia derivada de la COVID-19 ha significado grandes cambios y adaptaciones en el estilo de vida de la mayoría de las personas. Desde adoptar el uso de cubrebocas y gel anti-bacterial, lavarnos las manos obsesivamente, quedarnos en casa en la medida de lo posible, y acostumbrarnos a hacer home-office, hasta perder un trabajo, buscar nuevas fuentes de ingreso y reconsiderar lo que verdaderamente es necesario para todas y todos. Pero ¿qué pasaría si, aun antes de la pandemia, no hubieras tenido acceso a estas oportunidades que tuvieron que cambiar? Por ejemplo, si no tuvieras un trabajo que perder o una escuela a la que asistir; o peor aún, si no tuvieras agua para lavarte las manos o una casa en donde mantenerte aislado y seguro.

La pandemia ha exacerbado la desigualdad social y ha visibilizado las brechas sociales que existen en el mundo y en nuestro país. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (2019), cerca de la mitad de la población mundial no tiene acceso integral a los servicios sanitarios básicos y, en México, el 26 por ciento de la población carece de acceso a servicios básicos de la vivienda (CNDH, 2018). Esto quiere decir que más de un cuarto de la población mexicana obtiene el agua de un pozo, río, lago o por acarreo, no cuenta con servicio de drenaje o desagüe, no dispone de energía eléctrica y/o utiliza leña o carbón para la preparación de alimentos.

Dentro de esta estadística, los pueblos originarios son el sector más significativo. Según el Estudio Diagnóstico del Derecho a la Vivienda Digna y Decorosa de 2018 realizado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (2018), “el 79.1 por ciento de la población indígena presenta un rezago de vivienda, […] el 56.3 por ciento de la población indígena presenta carencia por acceso a los servicios básicos de la vivienda” (CONEVAL, 2018, p.138), sin mencionar a las personas que son excluidas de las estadísticas porque no cuentan con una vivienda.

Tal es el caso de una comunidad indígena Otomí que reside en la Ciudad de México. Sus integrantes provienen de la comunidad de Santiago Mexquititlán, en el municipio de Amealco en Querétaro, pero residen en la Ciudad de México desde hace más de veinte años. Durante todo este tiempo han tenido que “perseguir” una vivienda y se han conformado con terrenos baldíos, edificios abandonados, entre otros.

Actualmente la comunidad reside en tres asentamientos de dicha Ciudad y sus “casas” consisten en pilares de madera con paredes y techos de lámina o de lonas reutilizadas. A pesar de que el Programa Actualizado de Derechos Humanos de la Ciudad de México establece “el derecho de todas las personas a tener un hogar, una comunidad segura donde vivir en paz y dignidad” (2018), las y los integrantes a esta comunidad han sido ignorados al tratarse de hacer valer dicho derecho. Su cumplimiento requiere seguridad jurídica de tenencia, disponibilidad de servicios e infraestructura, ubicación adecuada, condiciones de habitabilidad, entre otros factores que se le han privado a la comunidad por años.

La comunidad indígena Otomí que reside en la Ciudad, ha luchado por sus derechos durante las dos décadas. Aún con la pandemia, se les ha negado el acceso a servicios sanitarios y de higiene, aun teniendo registro de sus necesidades. Su actual lucha es por una vivienda digna, salud, educación y trabajo..

Frente a la pandemia, gobiernos y medios de comunicación invitan a la población mexicana a quedarse en casa, a lavarse las manos exhaustivamente, a hacer sus labores dentro de sus hogares, y a practicar el distanciamiento social. Sin embargo, esto resulta casi imposible para la comunidad indígena Otomí, por un lado, porque no tienen una vivienda en donde permanecer y mucho menos acceso a agua potable para lavarse las manos y, por otro lado, porque sus ingresos dependen de la venta de artesanías o de productos alimenticios en las estaciones del metro o en La Merced, actividades que obviamente no pueden ser transferidas a home-office.

En un hecho inédito, el pasado 12 de octubre, las y los integrantes de la comunidad indígena Otomí tomaron las instalaciones del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) exigiendo diálogo para hacer valer sus derechos. A varios meses de la toma, aún no hay respuestas claras. Vivir en las oficinas del INPI les ha resultado mejor que vivir en las calles pues son menos susceptibles a los cambios de climas, las lluvias o el frío de la Ciudad y, también, aislados y seguros al contagio de la COVID-19, sin embargo, ésta no es una solución.

Personalmente conozco de cerca a la comunidad indígena Otomí y he observado de primera mano la constante lucha y exigencia a la que se enfrentan. Ampliar la voz desde estas plataformas para dar a conocer su situación es una responsabilidad ciudadana y, aunque no sé cuál es el siguiente paso y tampoco pretendo proponer una solución desde mi privilegio, considero importante sumar esfuerzos para que la comunidad tenga acceso a servicios básicos y se les haga valer sus derechos. De esta manera, me gustaría invitarles a que reflexionemos acerca de las acciones concretas que estamos tomando para contribuir, o no, a esta situación: ¿de qué manera vemos y nos acercamos a las personas indígenas que viven en nuestras comunidades?, ¿qué juicios hacemos hacia las personas en situación de sinhogarismo antes de conocer su “lado” de la historia?, ¿cómo podemos contribuir a la transformación de dichos juicios desde nuestras palabras y acciones?, ¿nos damos cuenta de nuestros privilegios en esta pandemia o qué más necesitamos?

*Pedagoga por la Universidad Iberoamericana (UIA) y representante de América Latina para la Junta Directiva de Up with People International Alumni Association (UWPIAA)