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Mensajes a la distancia

¿Carta? ¿Correo postal? ¿Cartero? Algunos se preguntarán qué es todo eso, no les dice nada o lo tienen como algo lejanísimo y ajeno. Todos esos elementos tienen que ver con un sistema que durante siglos funcionó como medio de comunicación a distancia, incluso en algunas épocas y lugares era la única manera que las personas tenían para hacer llegar noticias, peticiones, declaraciones o reclamos.

Y aunque actualmente aún existe esa modalidad de comunicación, quizá ya es más utilizada con la idea romántica de que unas letras escritas a mano tengan en incertidumbre a la persona que las va recibir y por eso el día que llegan se vuelve todo un acontecimiento. Quedó ya atrás su uso práctico o por necesidad.

Mucho de lo que se ha escrito en epístolas en todos estos siglos, afortunadamente no se ha quedado en el cofre, en el cajón de los recuerdos o en la tumba del destinatario; estas letras han tenido también un alcance testimonial, biográfico e incluso literario. Las cartas, como otros documentos autobiográficos —diarios, notas personales, borradores, bocetos— se llegan a convertir en escritos de importancia histórica, como es el caso, por ejemplo, de las misivas enviadas por Cristóbal Colón, Américo Vespucio o Hernán Cortés sobre sus impresiones del Nuevo Mundo. O están también esas más íntimas, como las que Rainer Maria Rilke le enviaba a Franz Xaver Kappus, joven cadete estudiante de la misma escuela militar por la que había pasado el escritor, misivas que pasaron a la historia como extensión de su poesía.

Existen aquellas que conllevan ciertos mitos, que despiertan suspicacias y cuyo origen simplemente se quedará en el misterio, pero hablan por sí mismas del vivir y sentir de una época, tal es el caso de las cartas atribuidas a la monja Mariana Alcoforado, de quien no se sabe demasiado, pero esta obra en su conjunto es ya considerada como clave de la literatura del siglo XVII por el ímpetu y elocuencia con que fue escrita.

Hablar de arte epistolario es hablar de escritos desde la intimidad, en una sola dirección, quien lo escribe no pretende que las ideas, información o sentimientos ahí plasmados sean de domino público y mucho menos puede imaginarse que trascenderán hasta convertirse en una fuente histórica. Por eso las letras que ahí se encuentran van, sobre todo, llenas de naturalidad y, en todo caso, hablan también de la relación y el nivel de confianza que había entre emisor y receptor. Por ejemplo, en su Carta a sor Filotea de la Cruz, sin dejar de lado el tratamiento amable y respetuoso, Sor Juana Inés de la Cruz hace una auténtica proclama de libertad intelectual.

 

En otro rubro, quizá queriendo adoptar esta postura de intimidad y confidencia, algunos escritores han utilizado este estilo o idea para algunos de sus textos literarios, como lo son las Cartas credenciales de Alejandro Rossi, o el poema 441 de Emily Dickinson :

 

Esta es mi carta al Mundo

Que nunca me escribió —

Las sencillas Noticias que la Naturaleza

Trajo — con Majestad benevolente

 

Entregó su Mensaje

En Manos que no veo —

Por Amor hacia Ella — Dulces — paisanos míos —

Juzguen mi caso — con benevolencia.

 

Todo aquello que las cartas contienen: la memoria personal, familiar, histórica o literaria que representan, ¿cómo lo guardamos ahora en pleno siglo XXI? Alberto Manguel tiene latente esta preocupación al afirmar, en un artículo de El País, que “desde que dejamos de escribir nuestras misivas a la pluma o a máquina, y las confiamos ya no al fiel cartero sino al anónimo ciberespacio, nuestros epistolarios existen en el paradójico universo de lo eternamente memorioso y de lo instantáneamente fugaz”.