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Trump es el síntoma

Para quienes crecimos con el cuento de que fue el valiente periodismo del Washington Post la fuerza que derrumbó a un presidente de Estados Unidos —versus la amarga venganza de Mark Felt, el brazo derecho de la mafia policiaca encabezada por Edgar Hoover–, resulta casi imposible entender lo que ha ocurrido con la presidencia de Donald J. Trump.

Enfrentado abiertamente con los principales medios de comunicación de su país y reprobado por la mayor parte de la sociedad estadounidense, Mr. Trump inicia su segundo acto de un show que comenzó oficialmente hace dos años cuando, con el brazo derecho extendido y con el puño cerrado, juró “make America Great again”.

A la mitad de su periodo presidencial Trump ha logrado develar a Estados Unidos como una democracia de caricatura. Su capacidad de mentir e insultar supera los estándares de cualquiera. A pesar de la montaña de evidencias sobre el complot ruso que lo convirtió en inquilino de la Casa Blanca, a pesar de que perdió el control de la Cámara de Representantes, Trump sigue montado en esa gigantesca ola de frustración y odio que recorre buena parte del mundo.

Aferrado a una retórica antinmigrante y anti-minorías digna de los peores momentos del siglo pasado, el presidente Trump mantiene su promesa de que construirá un “gran muro” a lo largo de los 3 mil kilómetros de su frontera sur. Y, además, que México lo pagará.

Dispuesto a todo –cerrar el Gobierno Federal e incluso utilizar dinero del fondo de emergencias para desastres naturales–, Trump utilizó el pulpito de un mensaje en prime time desde la Oficina Oval y la propia línea fronteriza, para intentar contagiar el miedo y el odio a los inmigrantes que su base electoral le ha comprado desde el primer día que anunció su intención de convertirse en presidente de Estados Unidos.

Como lo hizo aquel canciller alemán de la tercer década del siglo pasado, a partir de la trinchera de los “crazies” de su partido, Trump no se detiene ante nada para satisfacer la enfermedad de su ego.

Luego de 2 años de escándalos y disparates, no resulta sencillo descifrar las causas por las que la economía estadounidense ha mantenido un desempeño positivo. Desde el valor de los mercados hasta las tasas de desempleo, la oligarquía Americana ha sabido aprovechar los torbellinos generados por El señor de los twitts.

El que un multimillonario con severos problemas de personalidad se mantenga como Comandante en Jefe de la principal fuerza militar de la historia, en abierto desafío a la propia élite política estadounidense, es un enigma imposible de entender a partir de los paradigmas del mundo anterior. Un par de ejemplos:

Los medios. Ni durante el Watergate, ni ahora, la maquinaria mediática –social media incluida–, tienen la capacidad de remplazar al mundo real. Ni siquiera el humor social. El hecho es que vivimos tiempos de polarización. Tiempos interesantes.

La política. Suponer que los políticos pueden generar grandes transformaciones resulta, por lo menos, ingenuo. Sobre todo, si el tema involucra al bien común.  Ni el partido demócrata, ni el republicano detendrán la enfermedad que Trump representa, hasta que el beneficio personal de sus líderes dependa de ello.

Al filo de sus primeros dos años en el poder, Donald Trump ha demostrado que, a pesar de todo y todos, él ha sabido aprovechar mejor esos movimientos de las placas tectónicas de la sociedad moderna que han generado una economía global que al mismo tiempo que pretende aislarse de las mismas personas en las que se sustenta todo el sistema; desde la producción hasta el consumo.

En el improbable caso de que fuera destituido, o derrotado en las urnas en noviembre de 2020, el daño está hecho. Personaje de farándula, Trump ya logró más de lo que merecería. Populismos y polarización parecen ser los signos de nuestro tiempo. Ah, ¡feliz año!