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El automóvil roba espacios que deberían ser para las personas

Las calles son el gran invento de la cultura urbana pues permiten desplazarse de un lado a otro. La desgracia de la ciudad moderna es que éstas han perdido su sentido original y, de ser en un principio vías destinadas a las personas en tránsito, hoy se piensan casi exclusivamente en función de los vehículos automotores, señala el profesor Javier Delgado Campos, quien dirige el Programa Universitario de Estudios sobre la Ciudad (PUEC) de la UNAM.

“Estamos en un laberinto de difícil salida, como advirtió el historiador Lewis Mumford, quien intentó descifrar cómo estos espacios públicos desviaron su propósito y detectó que, en algún momento de los años 40 del siglo pasado, las urbes crecieron al grado de no poderse recorrer más a pie y se planteó al auto privado como una herramienta para que la gente siguiera haciendo su vida como antes, sólo que ahora recorriendo distancias mayores. No obstante, el resultado fue otro: al final no fueron las personas quienes se adaptaron a las ciudades, sino las ciudades las que se adaptaron a los automóviles”.

Es en esta lógica que se achican banquetas para ampliar vialidades, se levantan segundos pisos en vez de arborizar, se prefiere construir túneles y autopistas urbanas a mobiliarios para hacer más amigables los paseos en el exterior y se ponen estacionamientos en sitios que bien podrían ser parques o puntos de convivencia. Destruimos nuestros vecindarios en favor del tránsito vehicular y, lo paradójico es que, de todas las modalidades de transportación citadina, los autos particulares son los que mueven al menor número de individuos, explica el arquitecto y doctor en Urbanismo.

“De todos los recorridos realizados en la capital, sólo una quinta parte se hace en este tipo de vehículos (la cifra oscila entre el 19 y el 21 por ciento), es decir, se trata de un medio usado por un porcentaje bajo de la población, mientras que los grandes volúmenes se movilizan en colectivos. Sin embargo, este predominio del automóvil se mantiene porque hay gente dispuesta a pagarlo y por la existencia de una política pública que, explícitamente, atiende a ese sector social y económico, no porque sea necesario”.

El 21 de septiembre, ciclistas se dieron cita en puentes peatonales de algunas de las avenidas más proclives a embotellamientos, como el Viaducto Miguel Alemán, y desde lo alto desplegaron mantas con la leyenda: “En bici ya hubieras llegado”, a fin de evidenciar un hecho que sorprende a muchos: en la Ciudad de México la velocidad media de un auto es de 12 km/h, mientras que el de una bicicleta es de 16.4 kilómetros por hora. Ante esto, hubo conductores que desde las redes manifestaron su reticencia a soltar el volante con frases del estilo “¿y si viajo con mis padres enfermos o si voy con mis hijos?”.

No obstante, aunque estas eventualidades pueden darse, el uso compartido no es lo usual en la mayoría de los casos, agrega el director del PUEC. “Los números revelan que el promedio de pasajeros por automóvil en la CDMX es de 1.4, ni siquiera llega a las dos personas. Quizá es tiempo de repensar las cosas”.

¿Puede haber una ciudad sin automóviles?

Para el doctor Delgado es ingenuo creer que podemos deshacernos de todos los automóviles, pero pensar en menos sí es factible. “Deberíamos determinar el número máximo que puede circular por nuestras calles sin ocasionar tantos problemas. Sin embargo, esto es difícil de establecer porque, de entrada, carecemos de un censo creíble, real y verificado de cuántos autos hay en la ciudad”.

Según datos del INEGI de 2017, tan sólo el número de vehículos de motor en circulación registrados en la CDMX (sin contar área conurbada) es de cinco millones 475 mil 215, para una población de ocho millones 918 mil 653 habitantes, lo que da un total de 1.87 individuos por vehículo. “Y si cortamos ese número a la mitad o a poco menos, ¿qué pasaría?”, pregunta el académico.

De entrada —argumenta—, sistemas como el Metro o los autobuses colapsarían si, de golpe, millones más demandan el servicio, aunque en vez de desalentar, esto debería incentivar un replanteamiento de las políticas públicas y una mayor inversión en transporte colectivo, no sólo para que sea más confortable, sino para que los sitios de ascenso y descenso estén más cerca del destino de cada ciudadano.

A decir del profesor Delgado, el último punto muestra que incluso la infraestructura destinada a la movilidad no contempla del todo las necesidades de los usuarios. “Recién apareció el Estudio Origen-Destino de la ZMVM 2017, colaboración entre el INEGI y el Instituto de Ingeniería de la UNAM, y ahí se muestra algo hasta hace poco soslayado: la enorme cantidad de recorridos a pie. Esto no sorprende si consideramos que para ir a la estación de Metro o a la parada de autobús más cercana debemos caminar, en promedio, 400 u 800 metros. Estos tramos de viaje contrastan con los 200 metros que se recorrerse en países de Europa o Estados Unidos”.

A esto se suman hechos que muestran cómo el auto se ha apropiado de espacios que deberían garantizar el tránsito seguro de los viandantes. “No sólo son las distancias recorridas a pie; basta salir de alguna de las estaciones de la Línea 2, en avenida Tlalpan, y observar las banquetitas de dos metros de ancho, usadas para el desahogo de una media que va de los 11 mil a 20 mil pasajeros por día. Parece obvio, pero aquí no se consideró el flujo de peatones que caminan muy cerca de bólidos que pasan a muy alta velocidad”.

Sobre este punto el arquitecto subraya que no es cuestión de capricho, pues hay criterios técnicos que especifican la amplitud óptima de una acera, entre otros aspectos. “Las calles son espacios urbanos y, por lo mismo, en ellas también inciden consideraciones de índole social y económico, y eso complica el panorama. De ahí que cada vez sea más frecuente echar mano de la Teoría de la Complejidad a la hora de abordar estos asuntos”.

Un asunto complejo

A Walt Whitman se le atribuye la frase: “La ciudad es la obra más importante del hombre, lo reúne todo y nada que se refiera al hombre le es ajeno” y, para el profesor Delgado esta descripción retrata la mejor forma de abordar y de entender las problemáticas citadinas.

“El urbanismo conjuga muchos saberes: ingeniería, sociología, antropología o psicología, por enumerar algunos. Debido a que toda disciplina tiene una metodología propia, cada una puede entender un mismo fenómeno de manera distinta, de ahí la importancia de interactuar y considerar que lidiamos con temáticas complejas”.

Por ejemplo, en el renglón automotriz convergen diversos aspectos, como el trazo de las vialidades, los intereses y fuentes de empleo que dicha esta industria genera, el hecho de que los automóviles particulares mexicanos generan una quinta parte de las emisiones de CO2 del país (según datos del ITDP) e incluso hasta el símbolo de estatus que estos vehículos y sus marcas representan, entre otros.

“Decir complejo es reconocer que los procesos sociales y urbanos no se puedan describir como un simple caso de causa-efecto. Para las ciencias físicas, si sostengo una taza y la suelto, indefectiblemente se precipitará al suelo. Pero sí hiciéramos un símil, en ciencias sociales la taza bien podría caer hacia arriba porque aquí no trabajamos con leyes como la de la gravedad, sino con personas y procesos históricos y culturales que, en ciertas circunstancias, pueden funcionar en un sentido y, si éstas cambian, en otro”.

Ya en el siglo XIX —apunta el doctor Delgado— Marx introdujo el concepto de dialéctica para abordar asuntos sin relación de causa-efecto reactivo, es decir, en los que no se repite un resultado. No obstante, es hasta los años 80 del siglo XX cuando el Nobel belga de origen ruso, Ilya Prigogine, le da un empujón definitivo a esta idea de lo complejo como una manera de analizar ya no sólo procesos sociales, físicos y materiales, sino también sus interrelaciones.

“Si queremos apreciar un paisaje lo más amplio posible, quienes nos dedicamos al urbanismo debemos incorporar todos los conocimientos capaces de decirnos algo útil o revelador, de ahí que le apostemos a la complejidad. A fin de cuentas, ¿qué actividad de una urbe no requiere la explicación de diversos especialistas?, o, en otras palabras, ¿qué saber no tiene que ver con la ciudad?”.