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— KY State Library (@KYStateLibrary) August 14, 2018
Valeria Luiselli nació en la Ciudad de México, en 1983. Es egresada de la FFyL de la UNAM y doctora por la Universidad de Columbia. Ha recibido numerosos reconocimientos internacionales, como el Premio Internacional de Literatura Metropolis Bleu 2016. Ha sido traducida a más de 10 idiomas; su libro más reciente es Los niños perdidos.
La Revista de la Universidad de México publicó Esperando a la bestia, adelanto de la novela Lost Children Archive.
Aquí, unos párrafos de la obra.
Diez soles más, a pie. Se echaban a andar con los primeros rayos del sol y caminaban hasta la cima del mediodía, cuando paraban para poder comer un poco, y otra vez retomaban camino y seguían andando hasta las horas de las sombras largas, sin descanso, y todavía más cuando llegaba la noche y una luna gorda aparecía entre las ramas altas de los árboles, seguían y seguían, sin descanso, a menos que alguno de los más chicos no pudiera dar un paso más y se cayera. Era frecuente que los chicos se tropezaran, o que se tiraran a propósito al piso. Sus cuerpos no estaban listos: las piernas demasiado cortas, los pies demasiado chiquitos, los empeines todavía muy planos, la piel de los metatarsos delgadísima. Incluso los más grandes, con callos resistentes, arcos de empeine pronunciados, y tobillos bien apuntalados en sus coyunturas por músculos fuertes, apenas podían caminar más allá del atardecer, de modo que agradecían, en silencio, cuando alguno de los chicos flaqueaba, o se caía, obligando a todos a detener la marcha un rato.
Cuando por fin llegaba la medianoche, todos caían rendidos en el suelo, y el hombre a cargo los mandaba a sentarse en un círculo y a preparar la hoguera. Sólo entonces, con la hoguera ya encendida, tenían permiso de descalzarse. Ya descalzos, se estrujaban con las manos las suelas adoloridas. Algunos se quedaban sentados en silencio, otros chillaban su dolor sin vergüenza, alguno vomitó de espanto una vez al ver sus calcetines ensangrentados y su piel hecha jirones. Todos se preguntaba y querían preguntarle al hombre a cargo cuánto tiempo más, cuánto más había que resistir antes de llegar al sitio de los trenes, pero ninguno hizo nunca la pregunta. Permanecían ahí sentados, pasándose de mano en mano un pocillo de agua caliente y una rebanada de pan de muchos días, hasta que el sueño los vencía y caían de lado, deseando nunca más tener que despertarse. Pero a la mañana siguiente, y la siguiente, todos se ponían de pie y caminaban más.
Hasta que al atardecer del décimo día finalmente llegaron al claro de la jungla, donde estaba el sitio de los trenes. El claro no era ni una estación ni una playa de maniobras. Era más bien una sala de espera al descampado, más parecida a las salas de espera de los hospitales que a las estaciones de transporte, porque las personas ahí no esperaban de la misma forma que las personas aguardan a que llegue un tren. Con un poco de miedo y un poco de alivio, vieron ahí innumerables cuerpos, esperando o deambulando, hombres y mujeres, solos o en grupo, algunos niños, pocos ancianos, todos aguardando alguna ayuda, alguna respuesta, cualquier cosa que se les pudiera ofrecer mientras pasaban la espera. Entre los extraños hallaron un hueco, extendieron los restos de una lona y trozos de mantas, y abrieron sus mochilas para sacar agua, nueces, una biblia, una manzana, una bolsita de canicas verdes.